domingo, 16 de diciembre de 2012

CAPITULO 4


CAPITULO 4

Haynitch le paso el libro a Peeta que lo cogió con manos temblorosas y se quedo mirando las páginas fijamente.

-¡Es para hoy!- le despertó Haynitch de su ensoñación.

Durante unos instantes, Peeta y yo asimilamos la escena de nuestro mentor intentando levantarse del charco de porquería resbaladiza que ha soltado su estómago. El hedor a vómito y alcohol puro hace que se me revuelvan las tripas. Nos miramos; está claro que Haymitch no es gran cosa, pero Effie Trinket tiene razón en algo: una vez en el estadio, sólo lo tendremos a él. Como si llegáramos a algún tipo de acuerdo silencioso, Peeta y yo lo cogemos por los brazos y lo ayudamos a levantarse.

--¿He tropezado? --pregunta Haymitch--. Huele mal.

Se limpia la nariz con la mano y se mancha la cara de vómito.

--Vamos a llevarte a tu cuarto para limpiarte un poco --dice Peeta.

Lo llevamos de vuelta a su compartimento medio a empujones, medio a rastras. Como no podemos dejarlo sobre la colcha bordada, lo metemos en la bañera y encendemos la ducha; él apenas se entera.

--No pasa nada --me dice Peeta--. Ya me encargo yo.

No puedo evitar sentirme un poco agradecida, ya que lo que menos me apetece en el mundo es desnudar a Haymitch, limpiarle la porquería del pelo del pecho y meterlo en la cama. Seguramente, mi compañero intenta causarle buena impresión, ser su favorito cuando empiecen los juegos. Sin embargo, a juzgar por el estado en el que está, Haymitch no se acordará de nada mañana.



--Vale, puedo enviar a una de las personas del Capitolio a ayudarte --le digo, porque hay varias en el tren. Cocinan para nosotros, nos sirven y nos vigilan; cuidarnos es su trabajo.

--No, no las quiero.   


Asiento y vuelvo a mi cuarto. Entiendo cómo se siente Peeta, yo tampoco puedo soportar a la gente del Capitolio, pero hacer que se encarguen de Haymitch podría ser una pequeña venganza, así que medito sobre la razón que lo lleva a insistir en ocuparse de él, así, de repente. «Es porque está siendo amable. Igual que cuando me regaló el pan», pienso.

La idea hace que me pare en seco: un Peeta Mellark amable es mucho más peligroso que uno desagradable. La gente amable consigue abrirse paso hasta mí y quedárseme dentro, y no puedo dejar que Peeta lo haga, no en el sitio al que vamos. Decido que, desde este momento, debo tener el menor contacto posible con el hijo del panadero.

Cuando llego a mi habitación, el tren se detiene en un andén para repostar. Abro rápidamente la ventana, tiro las galletas que me regaló el padre de Peeta y cierro el cristal de golpe. Se acabó, no quiero nada más de ninguno de los dos.

Noto que ha empezado a leer mas bajo y su mirada se vuelve ausente.

Por desgracia, el paquete de galletas cae al suelo y se abre sobre un grupo de dientes de león que hay junto a las vías. Sólo lo veo un instante, porque el tren sale de nuevo, pero me basta con eso; es suficiente para recordarme aquel otro diente de león que vi en el patio del colegio hace algunos años...

Justo cuando aparté la mirada del rostro amoratado de Peeta Mellark me encontré con el diente de león y supe que no todo estaba perdido. Lo arranqué con cuidado y me apresuré a volver a casa, cogí un cubo y a mi hermana de la mano, y me dirigí a la Pradera; y sí, estaba llena de aquellas semillas de cabeza dorada. Después de recogerlas, rebuscamos por el borde interior de la valla a lo largo de un kilómetro y medio, más o menos, hasta que llenamos el cubo de hojas, tallos y flores de diente de león. Aquella noche nos atiborramos de ensalada y el resto del pan de la panadería.

--¿Qué más? --me preguntó Prim--. ¿Qué más comida podemos encontrar?

--De todo tipo le prometí--. Sólo tengo que acordarme.

Mi madre tenía un libro que se había llevado de la botica de sus padres; las hojas estaban hechas de pergamino viejo y tenían dibujos a tinta de plantas, junto a los cuales habían escrito en pulcras letras mayúsculas sus nombres, dónde recogerlas, cuándo florecían y sus usos médicos. Sin embargo, mi padre añadió otras entradas al libro, plantas comestibles, no curativas: dientes de león, ombús, cebollas silvestres y pinos. Prim y yo nos pasamos el resto de la noche estudiando detenidamente aquellas páginas.

Al día siguiente no teníamos clases. Durante un rato me quedé en el borde de la Pradera, pero, finalmente, conseguí reunir el valor necesario para meterme por debajo de la alambrada. Era la primera vez que estaba allí sola, sin las armas de mi padre para protegerme, aunque recuperé el pequeño arco y las flechas que había escondido en un árbol hueco. No me adentré ni veinte metros en los bosques y la mayor parte del tiempo la pasé subida a las ramas de un viejo roble, con la esperanza de que se acercara una presa. Después de varias horas,  tuve la buena suerte de matar un conejo. Lo había hecho antes, con la ayuda de mi padre; pero era la primera vez que lo hacía sola.

Llevábamos varios meses sin comer carne, así que la imagen del conejo pareció despertar algo dentro de mi madre. Se levantó, despellejó el animal, e hizo un estofado con la carne y parte de las verduras que Prim había recogido. Después se quedó como desconcertada y regresó a la cama, pero, una vez listo el estofado, la obligamos a comerse un cuenco.

-Cambiaron los papeles… me combertí en la madre de una hija deprimida, caprichosa y egoísta- susurre mas para mi que para los que me acompañaban.

Los bosques se convirtieron en nuestra salvación, y cada día me adentraba más en sus brazos. A pesar de que al principio fue algo lento, estaba decidida a alimentarnos; robaba huevos de los nidos, pescaba peces con una red, a veces lograba disparar a una ardilla o un conejo para el estofado y recogía las distintas plantas que surgían bajo mis pies. Las plantas son peligrosas; aunque hay muchas comestibles, si das un paso en falso estás muerta. Las comparaba varias veces con los dibujos de mi padre antes de comerlas, y eso nos mantuvo vivas.

Ante cualquier indicio de peligro, ya fuese un aullido lejano o una rama rota de forma inexplicable, salía corriendo hacia la alambrada. Después empecé a arriesgarme a subir a los árboles para escapar de los perros salvajes, que no tardaban en aburrirse y seguían su camino. Los osos y los gatos vivían más adentro; quizá no les gustaban la peste y el hollín de nuestro distrito.

El 18 de mayo fui al Edificio de Justicia, firmé para pedir mi tesela y me llevé a casa el primer lote de cereales y aceite en el carro de juguete de Prim. Los días 8 de cada mes tenía derecho a hacer lo mismo, pero, claro, no podía dejar de cazar y recolectar. El cereal no bastaba para vivir y había otras cosas que comprar: jabón, leche e hilo. Lo que no fuese absolutamente necesario consumir, lo llevaba al Quemador. Me daba miedo entrar allí sin mi padre al lado; sin embargo, la gente lo respetaba y me aceptaba por él.

-Creo recordar a tu padre del Quemador… cuando estaba sobrio- me dijo Haynitch-. La gente le respetaba mucho por allí, era bastante admirado… supongo que por tener el valor de cruzarse el distrito con un saco lleno de caza furtiva para llegar a el. El mismo respeto y admiración que te tienen ahora a ti.

Me quede callada sin saber que decir.

-Si, mi padre era increíble. Sigue con el libro anda Peeta.

Al fin y al cabo, una presa era una presa, la derribase quien la derribase. También vendía en las puertas de atrás de los clientes más ricos de la ciudad, intentando recordar lo que mi padre me había dicho y aprendiendo unos cuantos trucos nuevos. La carnicera me compraba los conejos, pero no las ardillas; al panadero le gustaban las ardillas, pero sólo las aceptaba si no estaba por allí su mujer; al jefe de los agentes de la paz le encantaba el pavo silvestre y el alcalde sentía pasión por las fresas.

A finales del verano, estaba lavándome en un estanque cuando me fijé en las plantas que me rodeaban: altas con hojas como flechas, y flores con tres pétalos blancos. Me arrodillé en el agua, metí los dedos en el suave lodo y saqué un puñado de raíces. Eran tubérculos pequeños y azulados que no parecían gran cosa, pero que, al hervirlos o asarlos, resultaban tan buenos como las patatas.

--Katniss, la saeta de agua --dije en voz alta.

Era la planta por la que me pusieron ese nombre; recordé a mi padre decir, en broma: «Mientras puedas encontrarte, no te morirás de hambre».

Sonreí con nostalgia.

Me pasé varias horas agitando el lecho del estanque con los dedos de los pies y un palo, recogiendo los tubérculos que flotaban hasta la superficie. Aquella noche nos dimos un banquete de pescado y raíces de saeta hasta que, por primera vez en meses, las tres nos llenamos.

-Nuestro estomago se había reducido mucho en esos tres meses… no fue difícil.

Poco a poco, mi madre volvió con nosotras. Empezó a limpiar, cocinar y poner en conserva para el invierno algunos de los alimentos que yo llevaba. La gente pagaba en especie o con dinero por sus remedios medicinales y, un día, la oí cantar.

Prim estaba encantada de tenerla de vuelta, mientras que yo seguía observándola, esperando que desapareciese otra vez; no confiaba en ella. Además, un lugar pequeño y retorcido de mi interior la odiaba por su debilidad, por su negligencia, por los meses que nos había hecho pasar. Mi hermana la perdonó y yo me alejé de ella, había levantado un muro para protegerme de necesitarla y nada volvería a ser lo mismo entre nosotras.

Y ahora voy a morir sin haberlo arreglado. Pienso en cómo le he gritado hoy en el Edificio de Justicia, aunque también le dije que la quería. A lo mejor ambas cosas se compensan.

-Eso, en ese momento, es lo que menos la importa, creeme- dijo Haynitch.

-¿El qué?

-Que la hayas gritado.

-¿Tu crees?

-Supongo que lo único que querrá es que vuelvas a casa.

Me quedo mirando por la ventana del tren un rato, deseando poder abrirla de nuevo, pero sin saber qué pasaría si lo hiciera a tanta velocidad. A lo lejos veo  las luces de otro distrito. ¿El 7? ¿El 10? No lo sé. Pienso en los habitantes dentro de sus casas, preparándose para acostarse. Me imagino mi casa, con las persianas bien cerradas. ¿Qué estarán haciendo mi madre y Prim? ¿Habrán sido capaces de cenar el guiso de pescado y las fresas? ¿O estará todo intacto en los platos? ¿Habrán visto el resumen de los acontecimientos del día en el viejo televisor que tenemos en la mesa pegada a la pared? Seguro que han llorado más. ¿Estará resistiendo mi madre, estará siendo fuerte  por Prim? ¿O habrá empezado a marcharse, a descargar el peso del mundo sobre los frágiles hombros de mi hermana?

Sin duda, esta noche dormirán juntas. Me consuela que el viejo zarrapastroso de Buttercup se haya colocado en la cama para proteger a Prim. Si llora, él se abrirá paso hasta sus brazos y se acurrucará allí hasta que se calme y se quede dormida. Cómo me alegro de no haberlo ahogado.

Note como los ojos comenzaron a llenárseme de lágrimas. Maldito gato, ahora tendría que intentar hacer las paces con él, ¿me arañara?

Pensar en mi casa me mata de soledad. Ha sido un día interminable. ¿Cómo es posible que Gale y yo estuviéramos recogiendo moras esta misma mañana? Es como si hubiese pasado en otra vida, como un largo sueño que se va deteriorando hasta convertirse en pesadilla. Si consigo dormirme, quizá me despierte en el Distrito 12, el lugar al que pertenezco.

-Suerte con eso- dijo Haynitch-. Yo ya lo intenté en mis juegos y no funciona, preciosa.

Seguro que hay muchos camisones en la cómoda, pero me quito la camisa y los pantalones, y me acuesto en ropa interior.

Vi a Peeta sonrojarse.

Las sábanas son de una tela suave y sedosa, con un edredón grueso y esponjoso que me calienta de inmediato.

Si voy a llorar, será mejor que lo haga ahora; por la mañana podré arreglar el estropicio que me hagan las lágrimas en la cara. Sin embargo, no lo consigo, estoy demasiado cansada o entumecida para llorar, sólo quiero estar en otra parte; así que dejo que el tren me meza hasta sumergirme en el olvido.

Está entrando luz gris a través de las cortinas cuando me despiertan unos golpecitos. Oigo la voz de Effie Trinket llamándome para que me levante.

--¡Arriba, arriba, arriba! ¡Va a ser un día muy, muy, muy importante!

-Para ella todos los días son “muy muy importantes”- gruño Haynitch.

Durante un instante intento imaginarme cómo será el interior de la cabeza de esta mujer. ¿Qué pensamientos llenan las horas en que está despierta? ¿Qué sueños tiene por las noches? No tengo ni idea.

Me vuelvo a poner el traje verde porque no está muy sucio, sólo algo arrugado por haberse pasado la noche en el suelo. Recorro con los dedos el círculo que rodea al pequeño sinsajo de oro y pienso en los bosques, en mi padre, y en mi madre y Prim levantándose, teniendo que enfrentarse al día. He dormido sin deshacer las intrincadas trenzas con las que me peinó mi madre para la cosecha; como todavía tienen buen aspecto, me dejo el pelo como está. Da igual: no podemos estar lejos del Capitolio y, cuando lleguemos a la ciudad, mi estilista decidirá el aspecto que voy a tener en las ceremonias de inauguración de esta noche. Sólo espero que no crea que la desnudez es el último grito en moda.

-No, ya lo probaron una vez y dijeron que no pensaban repetirlo, no te preocupes. Además, el año pasado fue el último de ese estilista… este año hay otro, Cinna, creo que se llama.

Cuando entro en el vagón comedor, Effie Trinket se acerca a mí con una taza de café solo; está murmurando obscenidades entre dientes. Haymitch se está riendo disimuladamente, con la cara hinchada y roja de los abusos del día anterior.

Peeta tiene un panecillo en la mano y parece algo avergonzado.

-Tienes razón, es rarísimo leer sobre ti mismo en tercera persona.

--¡Siéntate! ¡Siéntate! --exclama Haymitch, haciendo señas con la mano.

En cuanto lo hago, me sirven una enorme bandeja de comida: huevos, jamón y montañas de patatas fritas. Hay un frutero metido en hielo, para que la fruta se mantenga fresca, y tengo delante una cesta de panecillos que habrían servido para alimentar a toda mi familia durante una semana. También hay un elegante vaso con zumo de naranja; bueno, creo que es zumo de naranja. Sólo he probado las naranjas una vez, en Año Nuevo, porque mi padre compró una como regalo especial. Una taza de café; mi madre adora el café, aunque casi nunca podemos permitírnoslo, pero a mí me parece aguado y amargo. Al lado hay una taza con algo de color marrón intenso que nunca había visto antes.

--Lo llaman chocolate caliente --me dice Peeta--. Está bueno.

Pruebo un trago del líquido caliente, dulce y cremoso, y me recorre un escalofrío. Aunque el resto de la comida me llama, no le hago caso hasta que termino la taza. Después me atiborro de todo lo que puedo, procurando no pasarme con los alimentos más grasos. Mi madre me dijo una vez que siempre comía como si no fuera a volver a ver la comida, y yo le respondí: «No la volveré a ver si no la traigo yo». Eso le cerró la boca.

Cuando siento que el estómago me va a estallar, me echo hacia atrás y observo a mis compañeros de desayuno. Peeta sigue comiendo, troceando los panecillos para mojarlos en el chocolate caliente. Haymitch no le ha prestado mucha atención a su bandeja, pero está tragándose un vaso de zumo rojo que no deja de mezclar con un líquido transparente que saca de una botella. A juzgar por el olor, es algún tipo de alcohol. No conozco a Haymitch, aunque lo he visto a menudo en el Quemador, tirando puñados de dinero sobre el mostrador de la mujer que vende licor blanco. Estará diciendo incoherencias cuando lleguemos al Capitolio.

Me doy cuenta de que detesto a este hombre;

Le miro de reojo pero a el parece no importarle porque solo me devuelve la mirada y se encoje de hombros.

no es de extrañar que los tributos del Distrito 12 no tengan ni una oportunidad. No es sólo que estemos mal alimentados y nos falte entrenamiento, porque algunos de nuestros participantes eran lo bastante fuertes como para intentarlo, pero rara vez conseguimos patrocinadores, y él tiene gran parte de la culpa. La gente rica que apoya a los tributos (ya sea porque apuesten por ellos o simplemente por tener derecho a presumir de haber escogido al ganador) espera tratar con alguien más elegante que Haymitch.

--Entonces, ¿se supone que nos vas a aconsejar? --le pregunto.

--¿Quieres un consejo? Sigue viva --responde Haymitch, y se echa a reír.

Miro a Peeta antes de recordar que no quiero tener nada que ver con él, y me sorprende encontrarme con una expresión muy dura, cuando normalmente parece tan afable.

--Muy gracioso --dice. De repente, le pega un bofetón al vaso que Haymitch tiene en la mano, y el cristal se hace añicos en el suelo y desparrama el líquido rojo sangre hacia el fondo del vagón--. Pero no para nosotros.

-Mal movimiento chico- dijo Haymitch.

Haymitch lo piensa un momento y le da un puñetazo a Peeta en la mandíbula, tirándolo de la silla. Cuando se vuelve para coger el alcohol, clavo mi cuchillo en la mesa, entre su mano y la botella; casi le corto los dedos. Me preparo para rechazar un golpe que no llega; el hombre se echa hacia atrás y nos mira de reojo.

--Bueno, ¿qué tenemos aquí? ¿De verdad me han tocado un par de luchadores este año?    


Peeta se levanta del suelo y coge un puñado de hielo de debajo del frutero. Empieza a llevárselo a la marca roja de la mandíbula.

--No --lo detiene Haymitch--. Deja que salga el moratón. La audiencia pensará que te has peleado con otro tributo antes incluso de llegar al estadio.

-Eso es imposible. No ves al resto de tributos hasta que llegas al capitolio.

-Estas tú.

-ui si, muy creíble. ¿Tú le has visto a él y me has visto a mí?- dije fijándome en los músculos de sus brazos y luego mirando los míos como palillos.

--Va contra las reglas.  

--Sólo si te pillan. Ese moratón dirá que has luchado y no te han cogido; mucho mejor. --Después se vuelve hacia mí--. ¿Puedes hacer algo con ese cuchillo, aparte de clavarlo en la mesa?

Mis armas son el arco y la flecha, aunque también he pasado bastante tiempo lanzando cuchillos. A veces, si hiero a un animal con el arco, es mejor clavarle también un cuchillo antes de acercarse. Me doy cuenta de que, si quiero ganarme la atención de Haymitch, éste es el momento adecuado para impresionarlo. Arranco el cuchillo de la mesa, lo cojo por la hoja y lo lanzo a la pared de enfrente; la verdad es que esperaba clavarlo con fuerza, pero se queda metido en el hueco entre dos paneles de madera, lo que me hace parecer mucho mejor de lo que soy.

--Venid aquí los dos --nos pide Haymitch, señalando con la cabeza al centro de la habitación. Obedecemos, y él da vueltas a nuestro alrededor, tocándonos como si fuésemos animales, comprobando nuestros músculos y examinándonos las caras--. Bueno, no está todo perdido. Parecéis en forma y, cuando os cojan los estilistas, seréis bastante atractivos. --Peeta y yo no lo ponemos en duda, porque, aunque los Juegos del Hambre no son un concurso de belleza, los tributos con mejor aspecto siempre parecen conseguir más patrocinadores--. Vale, haré un trato con vosotros: si no interferís con mi bebida, prometo estar lo suficientemente sobrio para ayudaros, siempre que hagáis todo lo que os diga.

No es un gran trato, pero sí un paso gigantesco con respecto a lo ocurrido hace diez minutos, cuando no teníamos guía alguna.

--Vale --responde Peeta.

--Pues ayúdanos. Cuando lleguemos al estadio, ¿cuál es la mejor estrategia en la Cornucopia para alguien...?

--Cada cosa a su tiempo. Dentro de unos minutos llegaremos a la estación y estaréis en manos de los estilistas. No os va a gustar lo que os hagan, pero, sea lo que sea, no os resistáis.

--Pero... --empiezo a protestar.

--No hay peros que valgan, no os resistáis --dice Haymitch.

Después coge la botella de la mesa y sale del vagón. Cuando se cierra la puerta, el vagón se queda a oscuras; aunque todavía hay algunas luces dentro, es como si se hiciese de noche en el exterior. Me doy cuenta de que debemos de estar en el túnel que atraviesa las montañas y lleva hasta el Capitolio. Las montañas forman una barrera natural entre la ciudad y los distritos orientales. Es casi imposible entrar por aquí, salvo a través de los túneles. Esta ventaja geográfica fue un factor decisivo para la derrota de los distritos en la guerra que me ha convertido en tributo. Como los rebeldes tenían que escalar las montañas, eran blancos fáciles para las fuerzas aéreas del Capitolio.

Peeta Mellark y yo guardamos silencio mientras el tren sigue su camino. El túnel dura y dura, nos separa del cielo, y se me encoge el corazón. Odio estar encerrada en piedra, me recuerda a las minas y a mi padre, atrapado, incapaz de llegar hasta la luz del sol, enterrado para siempre en la oscuridad.

El tren por fin empieza a frenar y una luz brillante inunda el compartimento. No podemos evitarlo, los dos salimos corriendo hacia la ventanilla para ver algo que sólo hemos visto en televisión: el Capitolio, la ciudad que dirige Panem. Las cámaras no mienten sobre su grandeza; si acaso, no logran capturar el esplendor de los edificios relucientes que proyectan un arco iris de colores en el aire, de los brillantes coches que corren por las amplias calles pavimentadas, de la gente vestida y peinada de forma extraña, con la cara pintada y aspecto de no haberse perdido nunca una comida. Todos los colores parecen artificiales: los rosas son demasiado intensos; los verdes, demasiado brillantes, y los amarillos dañan los ojos, como los caramelos con forma de discos planos que nunca podemos permitirnos en la tienda de dulces del Distrito 12.

-Por qué me da que voy a acabar odiándolo- dije sarcástica.

La gente empieza a señalarnos con entusiasmo al reconocer el tren de tributos que entra en la ciudad. Me aparto de la ventanilla, asqueada por su emoción, sabiendo que están deseando vernos morir. Sin embargo, Peeta se mantiene en su sitio, e incluso empieza a saludar y sonreír a la multitud, que lo mira con la boca abierta. Sólo deja de hacerlo cuando el tren se mete en la estación y nos tapa la vista.

Se da cuenta de que lo miro y se encoge de hombros.

--¿Quién sabe? Puede que uno de ellos sea rico.

Lo había juzgado mal. Empiezo a pensar en sus acciones desde que comenzó la cosecha: el amistoso apretón de manos, su padre regalándome galletas y prometiendo cuidar de Prim... ¿Sería idea de Peeta? Sus lágrimas en la estación, presentarse voluntario para lavar a Haymitch y después retarlo esta mañana al descubrir que, por lo visto, hacerse el bueno no servía de nada.

Y aquí está ahora, saludando por la ventanilla, intentando ganarse al público.

Las piezas todavía no han encajado del todo, pero siento que se forma un plan, que no ha aceptado su muerte. Ya está luchando por seguir vivo, lo que significa, además, que el bueno de Peeta Mellark, el chico que me dio el pan, está luchando por matarme.

-¡¿Qué?!- pregunto el incrédulo-. Dudo mucho que el Peeta del libro esté intentando matarte.

-¿El Peeta del libro? Ah, que ahora sois dos.

-Sabes a que me refiero.

-Sigue leyendo- dije cabreada, no quería escucharle.

-Pero…

-¡Que sigas leyendo!

-Aquí acaba.

-Entonces trae- dije tendiéndole la mano y el me lo entrego como si se acerase a un animal herido.







martes, 11 de diciembre de 2012

CAPITULO 3



Lo que está en negrita y los personages no me pertenecen, son propiedad de Collins Suzanne.
Capitulo 3.

-¿Quién sigue?- Pregunta Gale y Haynitch extiende la mano sorprendiéndonos a los tres.

-No me miréis a mi, luego va el sacrificado- dijo cogiendo el libro y empezando a leer

En cuanto acaba el himno, nos ponen bajo custodia. No quiero decir que nos esposen ni nada de eso, pero un grupo de agentes de la paz nos acompaña hasta la puerta  principal del Edificio de Justicia. Quizás algún tributo intentase escapar en el pasado, aunque yo nunca lo he visto.

Una vez dentro, me conducen a una sala y me dejan sola. Es el sitio más lujoso en el que he estado, tiene gruesas alfombras de pelo, y sofá y sillones de terciopelo. Sé que es  terciopelo porque mi madre tiene un vestido con un cuello de esa cosa.

Cuando me siento en el sofá, no puedo evitar acariciar la tela una y otra vez; me ayuda a calmarme mientras intento prepararme para la hora que me espera. Ése es el tiempo que se les concede a los tributos para despedirse de sus seres queridos. No puedo dejarme llevar y salir de esta habitación con los ojos hinchados y la nariz roja; no me puedo permitir llorar, porque habrá más cámaras en la estación de tren.    

Mi hermana y mi madre entran primero. Extiendo los brazos hacia Prim, y ella se sube a mi regazo y me rodea el cuello con los suyos, apoyando la cabeza en mi hombro, como hacía cuando era un bebé. Mi madre se sienta a mi lado y nos abraza a las dos. No hablamos durante unos minutos, pero después empiezo a decirles las cosas que tienen que recordar hacer, ya que yo no estaré para ayudarlas.

Prim no debe coger ninguna tesela. Pueden salir adelante, si tienen cuidado, vendiendo la leche y el queso de la cabra, y siguiendo con la pequeña botica que lleva mi madre para la gente de la Veta. Gale le conseguirá las hierbas que ella no pueda cultivar, aunque tiene que describírselas con precisión, porque él no las conoce como yo.

-Algo he aprendido- me susurra el.

También les llevará carne de caza (él y yo habíamos hecho un pacto al respecto hace cosa de un año) y seguramente no les pedirá nada a cambio. Sin embargo, deben agradecérselo con algún tipo de canje, como leche o medicinas.

-No hace falta, me conformo con que trate a mis hermanos si algún día se ponen enfermos.

No me molesto en sugerirle a Prim que aprenda a cazar; intenté enseñarla un par de veces y fue un desastre. El bosque la aterra y, siempre que yo le daba a una presa, ella se ponía llorosa y decía que podíamos curarla si llegábamos a tiempo a casa.

-Cosa que confirma que no hubiera durado ni un día  en los juegos- dice Haynitch parando de leer un momento.

Por otro lado, le va bien con la cabra, así que me concentro en eso.

Cuando termino con las instrucciones sobre el combustible, el comercio y terminar el colegio, me vuelvo hacia mi madre y la cojo con fuerza de la mano.

--Escúchame, ¿me estás escuchando? --Ella asiente, asustada por mi intensidad. Tiene que saber lo que le espera--. No puedes volver a irte.

--Lo sé --me responde ella, clavando los ojos en el suelo--. Lo sé, no lo haré. No pude evitar lo que...

--Bueno, pues esta vez tendrás que evitarlo. No puedes desconectarte y dejar sola a Prim, porque yo no estaré para manteneros con vida. Da igual lo que pase, da igual lo que veas en pantalla. ¡Tienes que prometerme que seguirás luchando!

He levantado tanto la voz que estoy gritando; estoy soltando toda la rabia y el miedo que sentí cuando ella me abandonó.

--Estaba enferma --dice mi madre, soltándose; también se ha enfadado--. Podría haberme curado yo misma de haber tenido las medicinas que tengo ahora.

La parte de haber estado enferma es cierta; después he visto cómo despertaba a personas que sufrían aquella tristeza paralizante. Quizá sea una enfermedad, pero no nos la podemos permitir.

--Pues tómalas... ¡y cuida de ella! --le ordeno.

--Todo saldrá bien, Katniss --dice Prim, cogiéndome la cara--. Pero tú también tienes que cuidarte; eres rápida y valiente, quizá puedas ganar.

No puedo ganar; en el fondo, Prim debe de saberlo. La competición está mucho más allá de mis habilidades. Hay chicos de distritos más ricos, donde ganar es un gran honor, que llevan entrenándose toda la vida para esto. Chicos que son dos o tres veces más grandes que yo; chicas que conocen veinte formas diferentes de matarte con un cuchillo. Sí, también habrá gente como yo, chavales a los que quitarse de en medio antes de que empiece la diversión de verdad.

Todos lo entendieron como un comentario irónico así que lo dejaron pasar.

--Quizá --respondo, porque no puedo decirle a mi madre que luche si yo ya me he rendido. Además, no es propio de mí entregarme sin presentar batalla, aunque los obstáculos parezcan insuperables--. Y seremos tan ricas como Haymitch.

Este ultimo se rio con una carcajada estruendosa.

-Créeme preciosa, si sales de ahí no te importara nada el dinero que hayas ganado.

--Me da igual que seamos ricas. Sólo quiero que vuelvas a casa. Lo intentarás, ¿verdad? ¿Lo intentarás de verdad de la buena? --me pregunta Prim.

--De verdad de la buena, te lo juro --le digo, y sé que tendré que hacerlo, por ella.

Después aparece el agente de la paz para decirnos que se ha acabado el tiempo, nos abrazamos tan fuerte que duele y lo único que se me ocurre es:

--Os quiero, os quiero a las dos.

Ellas me dicen lo mismo, el agente les ordena que se marchen y cierra la puerta. Escondo la cabeza en uno de los cojines de terciopelo, como si eso pudiese protegerme de todo lo que está pasando.

Alguien más entra en la habitación y, cuando miro, me sorprende ver al panadero, el padre de Peeta Mellark. No puedo creerme que haya venido a visitarme; al fin y al cabo, pronto estaré intentando matar a su hijo. Pero nos conocemos un poco, y él conoce incluso mejor a Prim, porque, cuando mi hermana vende sus quesos en el Quemador, siempre le guarda dos al panadero y él le da una generosa cantidad de pan a cambio. Es mucho más amable que la bruja de su mujer, así que esperamos a que ella no esté. Seguro que él nunca le habría pegado a su hijo por el pan quemado como lo hizo ella. En cualquier caso, ¿por qué ha venido a verme?

El panadero se sienta, incómodo, en el borde de una de las lujosas sillas. Es un hombre grande, ancho de hombros, con cicatrices de las quemaduras sufridas en el horno a lo largo de los años. Es probable que acabe de despedirse de su hijo.

Saca un paquete envuelto en papel blanco del bolsillo de la chaqueta y me lo ofrece. Lo abro y encuentro galletas, un lujo que nosotras nunca podemos permitirnos.

--Gracias --respondo. El panadero no es un hombre muy hablador, en el mejor de los casos, y hoy no tiene absolutamente nada que decirme--. He comido un poco de su pan esta mañana. Mi amigo Gale le dio una ardilla a cambio. --Él asiente, como si recordarse la ardilla--. No ha hecho usted un buen trato.

Se encoge de hombros, como si no le importase nada.

No se me ocurre qué más decir, así que guardamos silencio hasta que lo llama un agente de la paz. Él se levanta y tose para aclararse la garganta.

--No perderé de vista a la pequeña. Me aseguraré de que coma.

Siento que al oírlo desaparece parte de la presión que me oprime el pecho. La gente trata conmigo, pero a ella le tienen verdadero cariño. Quizás haya cariño suficiente para mantenerla con vida.

Mi siguiente visita también resulta inesperada: Madge viene directa hacia mí. No está llorosa, ni evita hablar del tema, sino que me sorprende con el tono urgente de su voz.



--Te dejan llevar una cosa de tu distrito en el estadio, algo que te recuerde a casa. ¿Querrías llevar esto?

Me ofrece la insignia circular de oro que antes le adornaba el vestido. Aunque no le había prestado mucha atención hasta el momento, veo que es un pajarito en pleno vuelo.

--¿Tu insignia? --le pregunto.

Llevar un símbolo de mi distrito es lo que menos me preocupa en estos momentos.

--Toma, te lo pondré en el vestido, ¿vale? --No espera a mi respuesta, se inclina y me lo pone--. Katniss, prométeme que lo llevarás en el estadio, ¿vale?

--Sí.

Galletas, una insignia... Hoy me están dando todo tipo de regalos. Madge me da otro más: un beso en la mejilla. Después se va y me quedo pensando que quizá, al fin y al cabo, sí fuera mi amiga.

En último lugar aparece Gale y, aunque puede que no haya nada romántico entre nosotros, cuando abre los brazos no dudo en lanzarme a ellos. Su cuerpo me resulta familiar: la forma en que se mueve, el olor a humo del bosque, incluso los latidos de su corazón, que ya había escuchado en los momentos de silencio de la caza. Sin embargo, es la primera vez que de verdad lo siento, delgado y musculoso, junto al mío.

--Escucha --me dice--, no te resultará difícil conseguir un cuchillo, pero tienes que hacerte con un arco. Es tu mejor opción.

--No siempre los tienen --respondo, pensando en el año en que sólo había unas horribles mazas con pinchos con las que los tributos tenían que matarse a golpes.

--Pues fabrica uno. Hasta un arco endeble es mejor que no tener arco.

He intentado copiar los arcos de mi padre con malos resultados, porque no es tan fácil. Incluso él tenía que desechar su trabajo algunas veces.

--Ni siquiera sé si habrá madera --digo.

Otro año los soltaron en un paraje en el que sólo había cantos rodados, arena y arbustos esqueléticos; para mí fueron unos de los peores juegos. Muchos competidores sufrieron mordeduras de serpientes venenosas o se volvieron locos de sed.

--Casi siempre hay madera desde aquel año en que la mitad murió de frío --me responde Gale--. No resultaba muy entretenido.

-Me acuerdo de ese año- dice Haynitch, ni siquiera me moleste en intentar buscar algún q otro patrocinador, nadie quería patrocinarles, ni siquiera a los profesionales.

Es cierto, nos pasamos unos juegos enteros viendo cómo los jugadores morían congelados por la noche. Apenas aparecían, porque se limitaban a hacerse un ovillo y no tenían madera para hogueras, ni antorchas, ni nada. El Capitolio consideró muy decepcionante observar todas aquellas muertes silenciosas y sin sangre, así que, desde entonces, suele haber madera para hacer fuego.

--Sí, es verdad.

--Katniss, es como cazar, y eres la mejor cazadora que conozco.

--No es como cazar, Gale, están armados. Y piensan.

--Igual que tú, y tú tienes más práctica, práctica de verdad. Sabes cómo matar.

-A animales- susurro.

--Pero no personas.

--¿De verdad hay tanta diferencia? --pregunta Gale, en tono triste.

Lo más horrible es que, si consigo olvidar que son personas, será exactamente igual.

Los agentes de la paz vuelven demasiado pronto y Gale les pide más tiempo, pero se lo llevan y empiezo a asustarme.

--¡No dejes que mueran de hambre! --grito, aferrándome a su mano.

--¡No lo permitiré! ¡Sabes que no lo permitiré! Katniss, recuerda que te... --dice, y nos separan y cierran la puerta, y nunca sabré qué es lo que quiere que recuerde.

La estación de tren está cerca del Edificio de Justicia, aunque nunca antes había viajado en coche y casi nunca en carro. En la Veta nos desplazamos a pie.

He hecho bien en no llorar, porque la estación está a rebosar de periodistas con cámaras apuntándome a la cara, como insectos. Pero tengo mucha experiencia en no demostrar mis sentimientos, y eso es lo que hago. Me veo de reojo en la pantalla de televisión de la pared, en la que están retransmitiendo mi llegada en directo, y me alegra comprobar que parezco casi aburrida.

Por otro lado, no cabe duda de que Peeta Mellark ha estado llorando y, curiosamente, no intenta esconderlo. Me pregunto al instante si será su estrategia en los juegos: parecer débil y asustado para que los demás crean que no es competencia y después dar la sorpresa luchando. A una chica del Distrito 7, Johanna Mason, le funcionó muy bien hace unos años. Parecía una idiota llorica y cobarde por la que nadie se preocupó hasta que sólo quedaba un puñado de concursantes. Al final resultó ser una asesina despiadada; una estrategia muy inteligente, pero extraña para Peeta Mellark, porque es el hijo de un panadero. Siempre ha tenido comida de sobra

-Eso no es cierto- aclara-. Solo tenemos el pan rancio que queda en la panadería y las ardillas que te compra mi padre… cuando hay.

-No lo sabía.

-Ya tenéis mas que en la Veta- dice Haynitch. Se me había olvidado que el era de allí antes de convertirse en vencedor, supongo que sabía como era aquello.

y bandejas de pan que mover de un lado a otro, por lo que es ancho de espaldas y fuerte. Harían falta muchos lloriqueos para convencer a alguien de que lo pasase por alto.

Tenemos que quedarnos unos minutos en la puerta del tren, mientras las cámaras engullen nuestras imágenes; después nos dejan entrar al vagón y las puertas se cierran piadosamente detrás de nosotros. El tren empieza a moverse de inmediato.

Al principio, la velocidad me deja sin aliento.

Obviamente, nunca había estado en un tren, ya que está prohibido viajar de un distrito a otro, salvo que se trate de tareas aprobadas por el Estado. En nuestro caso se limita básicamente al transporte de carbón, aunque no estamos en un tren de mercancías normal, sino en uno de los modelos de alta velocidad del Capitolio, que alcanza una media de cuatrocientos kilómetros por hora. Nuestro viaje nos llevará menos de un día.

En el colegio nos dicen que el Capitolio se construyó en un lugar que antes se llamaba las Rocosas. El Distrito 12 estaba en una región conocida como los Apalaches; incluso entonces, hace cientos de años, ya extraían carbón de la zona. Por eso nuestros mineros tienen que trabajar a tanta profundidad.

Por algún motivo, en el colegio todo acaba reduciéndose al carbón. Además de comprensión lectora y matemáticas básicas, casi toda la formación tiene que ver con eso, salvo por la clase semanal de historia de Panem. Se trata principalmente de tonterías sobre lo que le debemos al Capitolio, aunque sé que tiene que haber mucho más de lo que nos cuentan, una explicación real de lo que pasó durante la rebelión. Sin embargo, no pienso mucho en ello; sea cual sea la verdad, no veo cómo me va a ayudar a poner comida en la mesa.

-Falta de motivación

-¿Perdon?

-Lo que paso, no tenían un líder a quien seguir y cada vez era mas difícil acceder al capitolio y si lo conseguían los que llegaban vivos y en condiciones de atacar eran tan pocos que siquiera traspasaban la frontera.

El tren de los tributos es aún más elegante que la habitación del Edificio de Justicia. Cada uno tenemos nuestro propio alojamiento, compuesto por un dormitorio, un vestidor y un baño privado con agua corriente caliente y fría. En casa no tenemos agua caliente, a no ser que la hirvamos.

Hay cajones llenos de ropa bonita, y Effie Trinket me dice que haga lo que quiera, que me ponga lo que quiera, que todo está a mi disposición. Mi única obligación es estar lista para la cena en una hora. Me quito el vestido azul de mi madre y me doy una ducha caliente, cosa que nunca había hecho antes. Es como estar bajo una lluvia de verano, sólo que menos fría. Me pongo una camisa y unos pantalones de color verde oscuro.

En el último segundo me acuerdo de la pequeña insignia de oro de Madge y le echo un buen vistazo por primera vez: es como si alguien hubiese creado un pajarito dorado y después lo hubiese rodeado con un anillo. El pájaro sólo está unido al anillo por la punta de las alas. De repente, lo reconozco: es un sinsajo.

-Justo como se llama el tercer libro- dijo Peeta.

Son unos pájaros curiosos, además de una especie de bofetón en la cara para el Capitolio.

Todos nos reímos un poco por lo bajo.

Durante la rebelión, el Capitolio creó una serie de animales modificados genéticamente y los utilizó como armas; el término común para denominarlos era mutaciones, o mutos, para abreviar. Uno de ellos era un pájaro especial llamado charlajo que tenía la habilidad de memorizar y repetir conversaciones humanas completas. Eran unas aves mensajeras, todas ellas machos, que se soltaron en las regiones en las que se escondían los enemigos del Capitolio. Los pájaros recogían las palabras y volvían a sus bases para que las grabaran. Los distritos tardaron un tiempo en darse cuenta de lo que pasaba, de cómo estaban transmitiendo sus conversaciones privadas, pero, cuando lo hicieron, como es natural, los rebeldes lo utilizaron para contarle al Capitolio miles de mentiras, así que el truco se volvió en su contra. Por esa razón cerraron las bases y abandonaron los pájaros para que muriesen en los bosques.

Sin embargo, no murieron, sino que se aparearon con los sinsontes hembra y crearon una nueva especie que podía replicar tanto los silbidos de los pájaros como las melodías humanas. A pesar de perder la capacidad de articular palabras, podían seguir imitando una amplia gama de sonidos vocales humanos, desde el agudo gorjeo de un niño a los tonos graves de un hombre. Además, podían recrear canciones; no sólo unas notas, sino canciones enteras de múltiples versos, siempre que tuvieras la paciencia necesaria para cantárselas y siempre que a ellos les gustase tu voz.

-Excepto cuando eres tu claro- dijo Peeta-. Cuando eres tu no se atreven a abrir el pico hasta que acabas, les haces sombra- bajo la cabeza avergonzada,  eso es algo que había heredado de mi padre.

Mi padre sentía un cariño especial por los sinsajos. Cuando íbamos de caza, silbaba o cantaba canciones complicadas y, después de una educada pausa, ellos siempre las repetían. No trataban con el mismo respeto a todo el mundo, pero siempre que mi padre cantaba, todos los pájaros de la zona callaban y escuchaban. Lo hacían porque su voz era muy bonita, alta, clara y tan llena de vida que te daban ganas de reír y llorar a la vez. No fui capaz de seguir con la costumbre después de su muerte. En cualquier caso, este pajarito tiene algo que me consuela; es como llevar una parte de mi padre conmigo, protegiéndome. Me lo prendo a la camisa y, con la tela verde oscuro de fondo, casi puedo imaginarme al sinsajo volando entre los árboles.

Effie Trinket viene a recogerme para la cena, y la sigo por un estrecho y agitado pasillo hasta llegar a un comedor con paredes de madera pulida. Hay una mesa en la que todos los platos son muy frágiles, y Peeta Mellark está sentado esperándonos, con una silla vacía a su lado.

--¿Dónde está Haymitch? --pregunta Effie, en tono alegre.

--La última vez que lo vi me dijo que iba a echarse una siesta responde Peeta.

--Bueno, ha sido un día agotador --comenta ella, y creo que se siente aliviada por la ausencia de Haymitch. ¿Quién puede culparla?

Este me miro con una cara interrogante.

-Son mis pensamientos… se supone que son privados y no voy a disculparme por ellos- aclare indicándole que siguiera leyendo.

La cena sigue su curso: una espesa sopa de zanahorias, ensalada verde, chuletas de cordero y puré de patatas, queso y fruta, y una tarta de chocolate.
Effie Trinket se pasa toda la comida recordándonos que tenemos que dejar espacio, porque quedan más cosas, pero yo me atiborro, porque nunca había visto una comida así, tan buena y abundante, y porque probablemente lo mejor que puedo hacer hasta que empiecen los juegos es ganar unos cuantos kilos.

-Totalmente de acuerdo...- murmuró Haynitch.

--Por lo menos tenéis buenos modales --dice Effie, mientras terminamos el segundo plato--. La pareja del año pasado se lo comía todo con las manos, como un par de salvajes. Consiguieron revolverme las tripas.

La pareja del año pasado eran dos chicos de la Veta que nunca en su vida habían tenido suficiente para comer. Seguro que, cuando tuvieron toda aquella comida delante, los buenos modales en la mesa fueron la menor de sus preocupaciones. Peeta es hijo de panadero; mi madre nos enseñó a Prim y a mí a comer con educación, así que, sí, sé manejar el cuchillo y el tenedor, pero me asquea tanto el comentario que me esfuerzo por comerme el resto de la comida con los dedos. Después me limpio las manos en el mantel, lo que hace que Effie apriete los labios con fuerza.

-Que lastima que se supone que me lo pierdo- dijo conteniendo una carcajada seguramente debida a la cantidad de alcohol de su organismo… por lo menos podía pronunciar correctamente… un aplauso para el.

Una vez terminada la comida, tengo que esforzarme por no vomitarla y veo que Peeta también está un poco verde. Nuestros estómagos no están acostumbrados a unos alimentos tan lujosos.

Sin embargo, si soy capaz de aguantar el mejunje de carne de ratón, entrañas de cerdo y corteza de árbol de Sae la Grasienta (su especialidad de invierno), estoy dispuesta a aguantar esto.

Vamos a otro compartimento para ver el resumen de las cosechas de todo Panem. Intentan ir celebrándolas a lo largo del día, de modo que alguien pueda verlas todas en directo, aunque sólo la gente del Capitolio podría hacerlo, ya que ellos son los únicos que no tienen que ir a las cosechas.

Vemos las demás ceremonias una a una, los nombres, los que se ofrecen voluntarios y los que no, que abundan más. Examinamos las caras de los chicos contra los que competiremos y me quedo con algunas: un chico monstruoso que se apresura a presentarse voluntario en el Distrito 2; una chica de brillante cabello rojo y cara astuta en el Distrito 5; un chico cojo en el Distrito 10; y, lo más inquietante, una chica de doce años en el Distrito 11.

Todos nos quedamos en silencio durante unos minutos intentando asimilar la información, nunca había sido plato de buen gusto los niños de doce años, al menos para los distritos. Pero los que peor cara teníamos… creo, éramos Peeta y yo sabiendo que los mas probable era que nos tuviésemos que enfrentar a eso.

Tiene piel y ojos oscuros, pero, aparte de eso, me recuerda a Prim tanto en tamaño como en comportamiento. Sin embargo, cuando sube al escenario y piden voluntarios, sólo se oye el viento que silba entre los decrépitos edificios que la rodean; nadie está dispuesto a ocupar su lugar.

Por último, aparece el Distrito 12: el momento de la elección de Prim y yo corriendo a presentarme voluntaria. Se nota perfectamente la desesperación en mi voz cuando pongo a Prim detrás de mí, como si temiera que no me oyesen y se la llevaran. Sin embargo, está claro que me oyen. Veo a Gale quitándomela de encima y a mí misma subiendo al escenario. Los comentaristas no saben bien qué decir sobre la actitud del público, su negativa a aplaudir y el saludo silencioso. Uno dice que el Distrito 12 siempre ha estado un poco subdesarrollado, pero que las costumbres locales pueden resultar encantadoras. Como si estuviese ensayado, Haymitch se cae y todos dejan escapar un gruñido cómico. Después sacan el nombre de Peeta y él ocupa su lugar en silencio, nos damos la mano, ponen otra vez el himno y termina el programa.

Effie Trinket está disgustada por el estado de su peluca.

--Vuestro mentor tiene mucho que aprender sobre la presentación y el comportamiento en la televisión.

--Estaba borracho --responde Peeta, riéndose de forma inesperada--. Se emborracha todos los años.

--Todos los días --añado, sin poder reprimir una sonrisita.

-Me resulta muy extraño leer esto- comenta el susodicho poniendo una mueca cómica.

Effie hace que parezca como si Haymitch tuviese malos modales que pudieran corregirse con unos cuantos consejos suyos.

--Sí, qué raro que os parezca tan divertido a los dos. Ya sabéis que vuestro mentor es el contacto con el mundo exterior en estos juegos, el que os aconsejará, os conseguirá patrocinadores y organizará la entrega de cualquier regalo. ¡Haymitch puede suponeros la diferencia entre la vida y la muerte!

En ese preciso momento, Haymitch entra tambaleándose en el compartimento.

-Me siento gilipollas leyendo sobre mi en tercera persona- vuelve a quejarse.

--¿Me he perdido la cena? --pregunta, arrastrando las palabras. Después vomita en la cara alfombra y se cae encima de la porquería.   

--¡Seguid riéndoos! --exclama Effie Trinket; acto seguido se levanta de un salto, rodea el charco de vómito subida a sus zapatos puntiagudos y sale de la habitación.