Lo que aparece en negrita y los personajes no me pertenecen. Pertenecen a Collins Suzzane.
Capitulo 1
Cuando ya estuvimos todos y después de haber sobornado a
Haynitch con un par de botellas de licor nos sentamos en circulo en la cabaña y
cogimos el primer libro.
-Los juegos del hambre… el titulo echa para atrás- susurre.
-Pues imagínate a mi preciosa.
-¿Preciosa?
-Si.
-¿Quién empieza?- Dijo Gale.
-Yo misma, vamos a quitarnos esto de encima cuanto antes-
cogí el libro y comencé a leer.
PRIMERA
PARTE:
LOS TRIBUTOS
-Buen titulo… muy original- comenté.
Cuando me
despierto, el otro lado de la cama está frío. Estiro los dedos buscando el
calor de Prim,
Deje de leer.
-Katniss, ¿estas bien?- me preguntó Gale.
-Lo narro yo.
-¿Quieres que siga por ti?
-No, yo puedo.
Volví a coger el libro.
pero no encuentro más que la basta funda de lona del colchón. Seguro
que ha tenido pesadillas y se ha metido en la cama de nuestra madre; claro que
sí, porque es el día de la cosecha.
-No se como
se tomaría ella eso- dijo Gale.
Sentado sobre las rodillas de Prim, para
protegerla, está el gato más feo del mundo: hocico aplastado, media oreja
arrancada y ojos del color de un calabacín podrido. Prim le puso Buttercup porque,
según ella, su pelaje amarillo embarrado tenía el mismo tono de aquella flor,
el ranúnculo. El gato me odia o, al menos, no confía en mí. Aunque han pasado
ya algunos años, creo que todavía
recuerda que intenté ahogarlo en un cubo cuando Prim lo trajo a casa;
-¿Intentaste ahogar al gato de tu hermana?- Me preguntó Peeta
sorprendido.
-Era un bicho que no servía para nada mas que para traer pulgas a
casa y una boca mas que alimentar, lo único bueno que tiene es que caza los
ratones.
era un gatito escuálido, con la tripa
hinchada por las lombrices y lleno de pulgas. Lo último que yo necesitaba era
otra boca que alimentar, pero pero mi hermana me suplicó mucho, e incluso lloró
para que le dejase quedárselo. Al final la cosa salió bien: mi madre le libró
de los parásitos, y ahora es un cazador de ratones nato; a veces, hasta caza
alguna rata. Como de vez en cuando le echo las entrañas de las presas, ha
dejado de bufarme.
Vi sonreír a mis
acompañantes pero les ignore.
Entrañas y nada de bufidos: no habrá más
cariño que ése entre nosotros.
Me bajo de la cama y me pongo las botas de
cazar; la piel fina y suave se ha adaptado a mis pies. Me pongo también los pantalones
y una camisa, meto mi larga trenza oscura en una gorra y tomo la bolsa que
utilizo para guardar todo lo que recojo. En la mesa, bajo un cuenco de madera
que sirve para protegerlo de ratas y gatos hambrientos, encuentro un perfecto
quesito de cabra envuelto en hojas de albahaca. Es un regalo de Prim para el
día de la cosecha; cuando salgo me lo meto con cuidado en el bolsillo.
Nuestra
parte del Distrito 12, a la que solemos llamar la Veta, está siempre llena a
estas horas de mineros del carbón que se dirigen al turno de mañana. Hombres y mujeres de hombros caídos y nudillos hinchados, muchos de los cuales ya
ni siquiera intentan limpiarse el polvo de carbón de las uñas rotas y las
arrugas de sus rostros
hundidos. Sin embargo, hoy las calles manchadas de carboncillo están vacías y
las contraventanas de las achaparradas casas grises permanecen cerradas. La
cosecha no empieza hasta las dos, así que todos prefieren dormir hasta
entonces... si pueden.
Nuestra
casa está casi al final de la Veta, sólo tengo que dejar atrás unas cuantas
puertas para llegar al campo desastrado al que llaman la Pradera.
Lo que separa la Pradera de los bosques y, de hecho, lo que rodea todo el
Distrito 12, es una alta alambrada metálica rematada con bucles de alambre de espino. En teoría, se supone
que está electrificada las veinticuatro horas para disuadir a los depredadores
que viven en los bosques y antes recorrían nuestras calles
-En teoría- reconoció Haynitch.
-Pero nadie se lo cree- dijo Peeta.
(jaurías de
perros salvajes, pumas solitarios y osos). En realidad, como, con suerte, sólo
tenemos dos o tres horas de electricidad por la noche, no suele ser peligroso
tocarla. Aun así, siempre me tomo un instante para escuchar con atención, por si
oigo el zumbido que indica que la valla está cargada. En este momento está tan
silenciosa como una piedra. Me escondo detrás de un grupo de arbustos, me tumbo
boca abajo y me arrastro por debajo de la tira de sesenta centímetros que lleva
suelta varios años. La alambrada tiene otros
puntos débiles, pero éste está tan cerca de casa que casi siempre entro en el
bosque por aquí.
-Unos cuantos… nunca me he dedicado a contarlos.
En cuanto
estoy entre los árboles, recupero un arco y un carcaj de flechas que tenía
escondidos en un tronco hueco.
-¿Cómo eres?- pregunto Haynitch
-¿Con que?
-Con el arco.
-Del montón.
-De eso nada- soltó Peeta-. Mi padre le compra las ardillas y
dice que siempre les da en un ojo.
-Bastante bien.
Esté o no electrificada,
la alambrada ha conseguido mantener a los devoradores de hombres fuera del
Distrito 12. Dentro de los bosques, los animales deambulan a sus anchas y
existen otros peligros,
como las serpientes venenosas, los animales rabiosos y la falta de senderos que
seguir. Pero también hay comida, si sabes cómo encontrarla. Mi padre lo sabía y
me había enseñado unas cuantas cosas antes de volar en pedazos en la explosión de una mina.
No quedó nada de él que pudiéramos enterrar. Yo tenía once años; cinco años
después, muchas noches me sigo despertando gritándole que corra.
Pare un momento para respirar hondo, no estaba segura de
querer leer estos libros… era abrirse demasiado.
En otoño,
unas cuantas almas valientes se internan en los bosques para recoger manzanas,
aunque sin perder de vista la Pradera, siempre lo bastante cerca para volver
corriendo a la seguridad del Distrito 12 si surgen problemas.
--El Distrito 12, donde puedes morirte de hambre sin
poner en peligro tu seguridad --murmuro; después miro a mi alrededor rápidamente porque, incluso aquí, en medio de ninguna parte, me preocupa
que alguien me escuche.
Cuando era
más joven, mataba a mi madre del susto con las cosas que decía sobre el
Distrito 12 y la gente que gobierna nuestro país,
-Desde niña con ideas claras… si te conocieran te tendrían
pavor- dijo Haynitch.
-Si me conocieran hacia ya años que me hubieran mandado a los
juegos para librarse de mi, tengo unas ideas muy rebeldes.
Panem, desde esa
lejana ciudad llamada el Capitolio. Al final comprendí que aquello sólo podía
causarnos más problemas,
así que aprendí a morderme la lengua y ponerme una máscara de indiferencia para
que nadie pudiese averiguar lo que estaba pensando. Trabajo en silencio en clase; hago comentarios educados y
superficiales en el mercado público; y me limito a las conversaciones
comerciales en el mercado negro donde gano casi todo mi dinero. Incluso en casa,
donde soy menos simpática, evito entrar en temas espinosos, como la cosecha,
los racionamientos de comida o los Juegos del Hambre. Quizás a Prim se le
ocurriera repetir mis palabras y ¿qué sería de nosotras entonces?
En los bosques me espera la única persona con la que
puedo ser yo misma: Gale.
-Gracias- me dijo con una sonrisa.
Noto que se me relajan los músculos de la cara, que se me acelera el
paso mientras subo por las colinas hasta nuestro lugar de encuentro, un
saliente rocoso con vistas al valle. Un matorral de arbustos de bayas lo
protege de protege de ojos curiosos.
Verlo allí, esperándome, me hace sonreír; nunca sonrío, salvo en los bosques.
-Ya
creía que ibas a decir que era por mi
-No
te creas que eres para tanto.
--Hola, Catnip --me saluda Gale.
En realidad
me llamo Katniss, como la flor acuática a la que llaman saeta, pero, cuando se
lo dije por primera vez, mi voz no era más que un susurro, así que creyó que le
decía Catnip, la menta de gato.
Después,
cuando un lince loco empezó a seguirme por los bosques en busca de sobras, se
convirtió en mi nombre oficial. Al final tuve que matar al lince porque
asustaba a las presas, aunque era tan buena compañía que
casi me dio pena. Por otro lado, me pagaron bien por su piel.
--Mira lo que he cazado.
Gale
sostiene en alto una hogaza de pan con una flecha clavada en el centro, y yo me
río. Es pan de verdad, de panadería, y no las barras planas y densas que hacemos con nuestras raciones de cereales. Lo cojo, saco la
flecha y me llevo el agujero de la corteza a la nariz para aspirar una fragancia que me hace la boca agua.
El pan bueno como éste es para ocasiones especiales.
--Ummm, todavía está caliente --digo. Debe de
haber ido a la panadería al despuntar el alba para cambiarlo por otra cosa--.
¿Qué te ha costado?
--Bueno, todos nos sentimos un poco más unidos hoy,
¿no? --comento, sin molestarme en poner los ojos en blanco--. Prim
nos ha dejado un queso --digo, sacándolo.
--Gracias, Prim --exclama Gale, alegrándose con
el regalo--. Nos daremos un verdadero festín. --De repente, se
pone a imitar el acento del Capitolio y los ademanes de Effie Trinket, la mujer
optimista hasta la demencia que viene una vez al año para leer los nombres de
la cosecha--. ¡Casi se me olvida! ¡Felices Juegos del
Hambre! --Recoge unas cuantas moras de los arbustos que nos rodean--.
Y que la suerte... --empieza, lanzándome una mora. La cojo con la boca y rompo la delicada piel con los dientes; la dulce
acidez del fruto me estalla en la lengua.
--¡... esté siempre, siempre de vuestra parte! --concluyo,
con el mismo brío.
-Si te cogen no lo esta- dijo Haynitch.
-Cualquier cosa es buena para burlarse del capitolio- dije
intentando excusarme, ya que el sabia lo que era estar en los juegos y dudo que
le hiciera mucha gracia las bromas con respecto a ellos.
Tenemos que bromear sobre el tema, porque la alternativa
es morirse de miedo. Además, el acento del Capitolio es tan afectado que casi
todo suena gracioso con él.
Observo a Gale sacar el cuchillo y cortar el pan; podría
ser mi hermano: pelo negro liso, piel aceitunada, incluso tenemos los mismos
ojos grises. Pero no somos familia, al menos, no cercana. Casi todos los que
trabajan en las minas tienen un aspecto similar, como nosotros.
Por eso mi madre y Prim,
con su cabello rubio y sus ojos azules, siempre parecen fuera de lugar; porque lo están. Mis abuelos
maternos formaban parte de la pequeña clase de comerciantes que sirve a los
funcionarios, los pagar un médico, los boticarios son nuestros sanadores. Mi
padre conoció a mi madre gracias a que, cuando iba de caza, a veces recogía
hierbas medicinales y se las vendía a la botica para que fabricaran sus remedios. Mi madre tuvo que enamorarse de verdad para
abandonar su hogar y meterse en la Veta. Es lo que intento recordar cuando sólo
veo en ella a una mujer que se quedó sentada, vacía e inaccesible mientras sus
hijas se convertían en piel y huesos. Intento perdonarla
por mi padre, pero, para ser sincera, no soy de las que perdonan.
Gale unta el suave queso de cabra en las
rebanadas de pan y coloca con cuidado una hoja de albahaca en cada una,
mientras yo recojo bayas de los arbustos. Nos acomodamos en un rincón de las
rocas en el que nadie puede vernos, aunque tenemos una vista muy clara del valle, que está rebosante de
vida estival: verduras por recoger, raíces por escarbar y peces irisados a la
luz del sol. El día tiene un aspecto glorioso, de cielo azul y brisa fresca; el
cielo azul y brisa fresca; la comida es estupenda,
el pan caliente absorbe el queso y las bayas nos estallan en la boca. Todo
sería perfecto si realmente fuese un día de fiesta, si este día libre consistiese
en vagar por las montañas con Gale para cazar la cena de esta noche. Sin
embargo, tendremos que estar en la plaza a las dos en punto para el sorteo de
los nombres.
-No sé que pinto aquí- dijo Peeta.
-No sé que pintamos ninguno aquí-aclare yo-. Pero es mejor que
sigamos para saberlo.
--¿Sabes qué? Podríamos hacerlo --dijo Gale en voz baja.
--¿El qué?
--Dejar el distrito, huir y vivir en el bosque. Tú y yo
podríamos hacerlo. --No sé cómo responder, la idea es demasiado absurda--.
Si no tuviésemos tantos niños --añadió él
rápidamente.
-Dicho así se puede malinterpretar.
No son nuestros niños, claro, pero para el
caso es lo mismo. Los dos hermanos pequeños de Gale y su hermana, y Prim.
Nuestras madres también podrían entrar en el lote, porque ¿cómo iban a
sobrevivir sin nosotros? ¿Quién alimentaría esas bocas que siempre piden más?
Aunque los dos cazamos todos los días, alguna vez tenemos que cambiar las presas
por manteca de cerdo, cordones de zapatos o lana, así que hay noches en las que
nos vamos a la cama con los estómagos vacíos.
--No quiero tener hijos --digo.
-¿No?-
me pregunta Peeta-. Yo pensaba que si, siempre se te ve muy maternal y
protectora con tu hermana, como si fueses su madre.
-Bueno,
si que quiero, quiero decir, si no viviera aquí. Pero con los juegos y el
hambre… no esta en mis planes y dudo que nunca lo este.
--Puede que yo sí, si no viviese aquí.
--Pero vives aquí --le recuerdo, irritada.
--Olvídalo.
La conversación no va bien. ¿Irnos? ¿Cómo iba
a dejar a Prim, que es la única persona en el mundo a la que estoy segura de
querer? Y Gale está completamente dedicado a su familia. Si no podemos irnos, ¿por
qué molestarnos en hablar de eso? Y, aunque lo hiciéramos..., aunque lo
hiciéramos..., ¿de dónde ha salido lo de tener hijos?
Entre Gale y yo nunca ha habido nada
romántico.
Vi a
Peeta prestar más atención
Cuando nos conocimos, yo era una niña
flacucha de doce años y, aunque él sólo era dos años mayor, ya parecía un
hombre. Nos llevó mucho tiempo hacernos amigos, dejar de regatear en cada
intercambio y empezar a ayudarnos mutuamente.
Además, si quiere hijos, Gale no tendrá
problemas para encontrar esposa:
-¿Eso
crees?- me preguntó con una ceja alzada, yo solo asentí.
Es guapo, lo bastante fuerte como para
trabajar en las minas y capaz de cazar. Por la forma en que las chicas susurran
cuando pasa a su lado en el colegio, está claro que lo desean. Me pongo celosa,
pero no por lo que la gente pensaría, sino porque no es fácil encontrar buenos
compañeros de caza.
-Ya
claro- dijo el con autosuficiencia.
-Es
verdad.
-¿Seguro
que solo te pones celosa por eso?- me pregunta picaro.
-Totalmente
segura. No te creas para tanto guapo, ya es suficiente con el subidón de
autoestima que te ha proporcionado el libro- le respondo con el mismo tono.
--¿Qué quieres hacer? --le pregunto, ya que podemos cazar, pescar
o recolectar.
--Vamos a pescar en el lago. Así dejamos las
cañas puestas mientras recolectamos en el bosque. Cogeremos algo bueno para la
cena.
La cena. Después de la cosecha, se supone que
todos tienen que celebrarlo, y mucha gente lo hace, aliviada al saber que sus
hijos se han salvado un año más. Sin embargo, al menos dos
familias cerrarán las contraventanas y las
puertas, e intentarán averiguar cómo sobrevivir a las dolorosas semanas que se
avecinan.
Nos va bien; los depredadores no nos hacen
caso, porque hoy hay presas más fáciles y sabrosas. A última hora de la mañana
tenemos una docena de peces, una bolsa de verduras y, lo mejor de todo, un buen
montón de fresas.
Descubrí el fresal hace unos años y a Gale se
le ocurrió la idea de rodearlo de redes para evitar que se acercasen los
animales.
De camino a casa pasamos por el Quemador, el mercado
negro que funciona en un almacén abandonado en el que antes se guardaba carbón.
Cuando descubrieron un sistema más eficaz que transportaba el carbón directamente
de las minas a los trenes, el Quemador fue quedándose con el espacio. Casi
todos los negocios están cerrados a estas horas en un día de cosecha, aunque el
mercado negro sigue bastante concurrido.
Cambiamos fácilmente seis de los peces por
pan bueno y los otros dos por sal. Sae la Grasienta, la anciana huesuda que
vende cuencos de sopa caliente preparada en un enorme hervidor, nos compra la
mitad de las verduras a cambio de un par de trozos de parafina. Puede que nos
hubiese ido mejor en otro sitio, pero nos esforzamos por mantener una buena
relación con Sae, ya que es la única que siempre está dispuesta a comprar carne
de perro salvaje. A pesar de que no los cazamos a propósito, si nos atacan y
matamos un par, bueno, la carne es la carne. «Una vez dentro de la sopa, puedo
decir que es ternera», dice Sae la Grasienta, guiñando un ojo. En la Veta,
nadie le haría ascos a una buena pata de perro salvaje, pero los agentes de la
paz que van al Quemador pueden permitirse ser un poquito más exigentes.
Una vez terminados nuestros negocios en el mercado, vamos a la puerta de atrás de la casa del alcalde para vender
la mitad de las fresas, porque sabemos que le gustan especialmente y puede
permitirse el precio. La hija del alcalde, Madge, nos abre la puerta; está en
mi clase del colegio. Podría pensarse que, por ser la hija del alcalde, es una
esnob, pero no, sólo es reservada, igual que yo. Como ninguna de las dos tiene
un grupo de amigos, parece que casi siempre acabamos juntas en clase. Durante
la comida, en las reuniones, cuando se hacen grupos para las actividades
deportivas... Apenas hablamos, lo que nos va bien a las dos.
Hoy ha
cambiado su soso uniforme del colegio por un caro vestido blanco, y lleva el pelo
rubio recogido con un lazo rosa; la ropa de la cosecha.
--Bonito vestido --dice Gale.
Madge lo mira
fijamente, mientras intenta averiguar si se trata de un cumplido de verdad o de
una ironía. En realidad, el vestido es bonito, aunque nunca lo habría llevado
un día normal. Aprieta los labios y sonríe.
--Bueno, tengo que estar guapa por si acabo en el Capitolio, ¿no?
Ahora es Gale el que
está desconcertado: ¿lo dice en serio o está tomándole el pelo? Yo creo que es lo segundo.
--Tú no irás al Capitolio --responde Gale con frialdad. Sus ojos
se posan en el pequeño adorno circular que lleva en el vestido; es de oro puro,
de bella factura; serviría para dar de comer a una familia entera durante
varios meses--. ¿Cuántas inscripciones puedes tener? ¿Cinco? Yo ya tenía seis
con sólo doce años.
--No es culpa suya --intervengo.
--No, no es culpa de nadie. Las cosas son como son --apostilla
Gale.
--Buena suerte, Katniss --dice Madge, con rostro inexpresivo,
poniéndome el dinero de las fresas en la mano.
--Lo mismo digo --respondo, y se cierra la puerta.
Caminamos en
silencio hacia la Veta. No me gusta que Gale la haya tomado con Madge, pero
tiene razón, por supuesto: el sistema de la cosecha es injusto y los pobres se llevan
la peor parte. Te conviertes en elegible para la cosecha cuando cumples los
doce años; ese año, tu nombre entra una vez en el sorteo.
A los trece, dos veces; y así hasta que
llegas a los dieciocho, el último año de elegibilidad,
y tu nombre entra en la urna siete veces. El sistema incluye a todos los
ciudadanos de los doce distritos de Panem.
Sin embargo, hay gato encerrado. Digamos que
eres pobre y te estás muriendo de hambre, como nos pasaba a nosotras. Tienes la
posibilidad de añadir tu nombre más veces a cambio de teselas; cada tesela vale
por un exiguo suministro anual de cereales y aceite para una persona. También
puedes hacer ese intercambio por cada miembro de tu familia, motivo por el que,
cuando yo tenía doce años, mi nombre entró cuatro veces en el sorteo. Una
porque era lo mínimo, y tres veces más por las teselas para conseguir cereales
y aceite para Prim, mi madre y yo. De hecho, he tenido que hacer lo mismo todos
los años, y las inscripciones en el sorteo son acumulativas. Por eso, ahora, a
los dieciséis años,
-Este
año- aclaré mas para mi que para el resto.
mi nombre entrará veinte veces en el sorteo
de la cosecha.
-¿No
hablaras en serio?- me preguntó Peeta.
-Veinte
veces- verifico-, y el año que viene veintinueve.
Gale, que tiene dieciocho y lleva siete años
ayudando o alimentando el solo a una familia de cinco, tendrá cuarenta y dos
papeletas.
-Todo
un honor- dijo irónico.
No cuesta entender por qué se enciende con Madge, que nunca ha corrido el peligro
de necesitar una tesela. Las probabilidades de que el nombre de la chica salga
elegido son muy reducidas si se comparan con las de los que vivimos en la Veta. No
es imposible, pero sí poco probable y, aunque las reglas las estableció el
Capitolio y no los distritos ni, sin duda, la familia de Madge, es difícil no
sentir resentimiento hacia los que no tienen que pedir teselas.
Gale es consciente de que su rabia no debería
ir contra Madge.
Algunas veces cuando estamos en lo más
profundo del bosque, lo he oído despotricar contra las teselas, diciendo que no
son más que otro instrumento para fomentar la miseria en nuestro distrito, una
forma de sembrar el odio entre los trabajadores hambrientos de la Veta y los
que no suelen tener problemas de comida, y, así, asegurarse de que nunca
confiemos los unos en los otros. «Al Capitolio le viene bien que estemos
divididos», me diría, si no hubiese nadie más que yo escuchándolo, si no fuese
día de cosecha, si una chica con un alfiler de oro y sin teselas no hubiese
hecho lo que seguramente ella consideraba un comentario inofensivo.
Mientras caminamos, lo miro a la cara,
todavía ardiendo debajo de su expresión glacial; su ira me parece inútil,
aunque no se lo digo. No es que no esté de acuerdo con él, porque lo estoy,
pero ¿de qué sirve despotricar contra el Capitolio en medio del bosque? No
cambia nada, no hace que la situación sea más justa y no nos llena el estómago.
De hecho, asusta a las posibles presas. Sin embargo, lo dejo gritar; mejor
hacerlo en el bosque que en el distrito.
Gale y yo nos dividimos el botín, lo que nos
deja con dos peces, un par de hogazas de buen pan, verduras, un puñado de
fresas, sal, parafina y algo de dinero para cada uno.
--Nos vemos en la plaza --le
digo.
--Ponte algo bonito –me responde, sin humor.
En casa, encuentro a mi madre y a mi hermana
preparadas para salir. Mi madre lleva un vestido elegante de sus días de
boticaria y Prim viste mi primer traje de cosecha: una falda y una blusa con
volantes. A ella le queda un poco grande, pero mi madre se lo ha sujetado con
alfileres; aun así, la blusa se le sale de la falda por la parte de atrás.
Me espera una bañera llena de agua caliente.
Me restriego para quitarme la tierra y el sudor de los bosques, e incluso me
lavo el pelo. Veo, sorprendida, que mi madre me ha sacado uno de sus
encantadores vestidos, una suave cosita azul con zapatos a juego.
--¿Estás segura? --le pregunto, porque intento evitar seguir
rechazando su ayuda.
Antes estaba tan enfadada con ella que no le
dejaba hacer nada por mí. Sin embargo, se trata de algo especial, porque le da
mucho valor a la ropa de su pasado.
--Claro que sí, y también me gustaría recogerte el pelo --me
responde. Le dejo secármelo, trenzarlo y colocármelo sobre la cabeza. Apenas me
reconozco en el espejo agrietado que tenemos apoyado en la pared.
--Estás muy guapa --dice Prim, en un susurro.
--Y no me parezco en nada a mí --respondo.
La abrazo, porque sé que las horas que nos
esperan serán terribles para ella. Es su primera cosecha, aunque está lo más
segura posible, ya que su nombre sólo ha entrado una vez en la urna; no le he
dejado pedir ninguna tesela. Sin está preocupada por mí, le preocupa que ocurra
lo inimaginable.
Protejo a Prim de todas las formas que me es
posible, pero nada puedo hacer contra la cosecha. La angustia que noto en el
pecho siempre que mi hermana sufre amenaza con asomar a la superficie.
-¿Y
si resulta que sale su nombre… que harias?- Me preguntó Haynitch
-Me presentaría
voluntaria- dije en un susurro. Haynitch solamente me aplaudió y yo intente
quitarme de la cabeza a esa pelo rosa sacando el nombre de mi hermana de la
urna.
Me doy cuenta de que se le ha salido de nuevo
la blusa por detrás y me obligo a mantener la calma.
--Arréglate la cola, patito --le digo,
poniéndole de nuevo la blusa en su sitio.
--Cuac --responde Prim, soltando una risita.
--Eso lo serás tú --añado, riéndome también; ella es la única que
puede hacerme reír así--. Vamos, a comer --digo, dándole un
besito rápido en la cabeza.
Decidimos dejar para la cena el pescado y las
verduras, que ya se están cocinando en un estofado, y guardamos las fresas y el
pan para la noche, diciéndonos que así será algo especial; de modo que bebemos
la leche de la cabra de Prim, Lady, y nos comemos el pan basto que
hacemos con el cereal de la tesela, aunque, de todos modos, nadie tiene mucho
apetito.
A la una en punto nos dirigimos a la plaza.
La asistencia es obligatoria, a no ser que estés a las puertas de la muerte.
Esta noche los funcionarios recorrerán las casas para comprobarlo. Si alguien
ha mentido, lo meterán en la cárcel.
Es una verdadera pena que la ceremonia de la
cosecha se celebre en la plaza, uno de los pocos lugares agradables del
Distrito 12. La plaza está rodeada de tiendas y, en los días de mercado, sobre todo
si hace buen tiempo, parece que es fiesta. Sin embargo, hoy, a pesar de los
banderines de colores que cuelgan de los edificios, se respira un ambiente de
tristeza. Las cámaras de televisión, encaramadas como águilas ratoneras en los
tejados, sólo sirven para acentuar la sensación.
La gente entra en silencio y ficha; la
cosecha también es la oportunidad perfecta para que el Capitolio lleve la cuenta de la población. Conducen a los
chicos de entre doce y dieciocho años a las áreas delimitadas con cuerdas y
divididas por edades, con los mayores delante y los jóvenes, como Prim, detrás.
Los familiares se ponen en fila alrededor del perímetro, todos cogidos con
fuerza de la mano. También hay los que no tienen a nadie que perder o ya no les importa, que se cuelan
entre la multitud para apostar por quiénes serán los dos chicos elegidos. Se
apuesta por la edad que tendrán, por si serán de la Veta o comerciantes, o por
si se derrumbarán y se echarán a llorar. La mayoría se niega a hacer tratos con
los mañosos, salvo con mucha precaución; esas mismas personas suelen ser informadores,
y ¿quién no ha infringido la ley alguna vez? Podrían pegarme un tiro todos los
días por dedicarme a la caza furtiva, pero los apetitos de los que están al
mando me protegen; no todos pueden decir lo mismo.
En cualquier caso, Gale y yo estamos de
acuerdo en que, si pudiéramos escoger entre morir de hambre y morir de un tiro
en la cabeza, la bala sería mucho más rápida.
La plaza se va llenando, y se vuelve más
claustrofóbica conforme llega la gente. A pesar de su tamaño, no es lo bastante
grande para dar cabida a toda la población unos ocho mil habitantes. Los que
llegan los últimos tienen que quedarse en las calles adyacentes, desde donde
podrán ver el acontecimiento en las pantallas, ya que el Estado lo televisa en
directo.
Me encuentro de pie, en un grupo de chicos de
dieciséis años de la Veta. Intercambiamos tensos saludos con la cabeza y
centramos nuestra atención en el escenario provisional que construido delante
del Edificio de Justicia. Allí hay tres sillas, un podio y dos grandes urnas
redondas de cristal, una para los chicos y otra para las chicas. Me quedo
mirando los trozos de papel de la bola de las chicas: veinte de ellos tienen
escrito con sumo cuidado el nombre de Katniss Everdeen.
Dos de las tres sillas están ocupadas por el
alcalde Undersee (el padre de Madge, un hombre alto de calva incipiente) y
Effie Trinket, la acompañante del Distrito 12, recién llegada del Capitolio,
con su aterradora sonrisa blanca, el pelo rosáceo y un traje verde primavera.
Los dos murmuran entre sí y miran con preocupación el asiento vacío.
Justo cuando el reloj da las dos, el alcalde
sube al podio y empieza a leer. Es la misma historia de todos los años, en la
que habla de la creación de Panem, el país que se levantó de las cenizas de un
lugar antes llamado Norteamérica. Enumera la lista de desastres, las sequías,
las tormentas, los incendios, los mares que subieron y se tragaron gran parte
de la tierra, y la brutal guerra por hacerse con los pocos recursos que
quedaron. El resultado fue Panem, un reluciente Capitolio rodeado por trece
distritos, que llevó la paz y la prosperidad a sus ciudadanos. Entonces
llegaron los Días Oscuros, la rebelión de los distritos contra el Capitolio. Derrotaron
a doce de ellos y aniquilaron al decimotercero. El Tratado de la Traición nos
dio unas nuevas leyes para garantizar la paz y, como recordatorio anual de que los
Días Oscuros no deben volver a repetirse, nos dio también los Juegos del
Hambre.
Las reglas de los Juegos del Hambre son
sencillas: En
castigo por la rebelión, cada uno de los doce distritos debe entregar a un
chico y una chica, llamados tributos, para que participen. Los veinticuatro
tributos se encierran en un enorme estadio al aire libre en la que puede haber
cualquier cosa, desde un desierto abrasador hasta un páramo helado. Una vez
dentro, los competidores tienen que luchar a muerte durante un periodo
de varias semanas; el que quede vivo, gana.
Coger a los chicos de nuestros distritos y obligarlos a
matarse entre ellos mientras los demás observamos; así nos recuerda el
Capitolio que estamos completamente a su merced, y que
tendríamos muy pocas posibilidades de sobrevivir a otra rebelión. Da igual las
palabras que utilicen, porque el verdadero mensaje queda claro: «Mirad cómo nos
llevamos a vuestros hijos y los sacrificamos sin que podáis hacer nada al
respecto. Si levantáis un solo dedo, os destrozaremos a todos, igual que
hicimos con el Distrito 13».
-Ideas
claras, me gusta- dijo Haynitch.
Para que resulte humillante además de una
tortura, el Capitolio exige que tratemos los Juegos del Hambre como una
festividad, un acontecimiento deportivo en el que los distritos compiten entre
sí. Al último tributo vivo se le recompensa con una vida fácil, y su
distrito recibe premios, sobre todo comida. El Capitolio regala cereales y
aceite al distrito ganador durante todo el año, e incluso algunos manjares como
azúcar, mientras el resto de nosotros
luchamos por no morir de hambre.
--Es el momento de arrepentirse, y también de dar gracias --recita
el alcalde.
Después lee la lista de los habitantes del
Distrito 12 que han ganado en anteriores ediciones. En setenta y cuatro años
hemos tenido exactamente dos, y sólo uno sigue vivo: Haymitch Abernathy,
-E me aquí- susurra.
Un barrigón de mediana edad que, en estos momentos, aparece
berreando algo ininteligible, se tambalea en el escenario y se deja caer sobre
la tercera silla. Está borracho, y mucho. La multitud responde con su aplauso
protocolario, pero el hombre está aturdido e intenta darle un gran abrazo a
Effie Trinket, que apenas consigue zafarse.
El alcalde parece angustiado. Como todo se televisa en
directo, ahora mismo el Distrito 12 es el
hazmerreír de Panem, y él lo sabe. Intenta devolver rápidamente la atención a
la cosecha presentando a Effie Trinket.
La mujer, tan alegre y vivaracha como siempre, sube a
trote ligero al podio y saluda con su habitual:
--¡Felices Juegos del Hambre!
¡Y que la suerte esté siempre, siempre de vuestra parte!- decimos Gale y yo sin
siquiera leerlo, a coro.
Seguro que su pelo rosa es una peluca, porque
tiene los rizos algo torcidos después
de su encuentro con Haymitch. Empieza a hablar sobre el honor que supone estar
allí, aunque todos saben lo mucho que desea una promoción a un distrito mejor,
con ganadores de verdad, en vez de
borrachos que te acosan delante de todo el país.
-¿Enserio?- me
pregunta.
-Puede que no sean
las mejores palabras para expresarlo- aclaro-. Me refiero a que en el resto de
los distritos los vencedores no aparecen borrachos y diciendo cosas sin
sentido.
Localizo a Gale entre la multitud, y él me
devuelve la mirada con la sombra de una sonrisa en los labios. Para ser una cosecha, al menos
estaba resultando un poquito divertida. Pero, de repente, empiezo a pensar en
Gale y en las cuarenta y dos veces que aparece su nombre en esa gran bola de
cristal, y en cómo la suerte no está siempre de su parte, sobre todo comparado
con muchos de los chicos. Y quizá él esté pensando lo mismo sobre mí, porque se
pone serio y aparta la vista.
-Lo
pienso todas las cosechas- confiesa-. Incluso lo pensé en aquella de cuando tenías
doce años.
«No te preocupes, hay mil papeletas», desearía poder
decirle.
Ha llegado el momento del sorteo. Effie Trinket dice lo
de siempre, « ¡las damas primero!», y se acerca a la urna de cristal con los
nombres de las chicas. Mete la mano hasta y saca un trozo de papel. La multitud
contiene el aliento, se podría oír un alfiler caer, y yo empiezo a sentir
náuseas y a desear desesperadamente que no sea yo, que no sea yo, que no sea
yo.
Effie Trinket vuelve al podio, alisa el trozo de papel y
lee el nombre con voz clara; y no soy yo.
Es... no puedo
seguir leyendo el libro se me cae de las manos y siento como el pánico se
apodera de mi dejándome en estado de Shock, hace tiempo que todos nos habíamos
dedo cuenta de que este libro era como una especie de predicción.
-¡Katniss!-
me zarandea Gale.
-Sigue
tu- es lo único que logro articular mientras el coge el libro y susurra
<<Prim>>.
Es Primrose Everdeen. Susurra al fin.
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