Después
de un incomodo silencio Gale continua.
Una
vez estaba escondida en la rama de un árbol, esperando inmóvil a que apareciese
una presa, cuando me quedé dormida y caí al suelo de espaldas desde una altura de tres metros. Fue como si el impacto me
dejase sin una chispa de aire en los pulmones, y allí me quedé, luchando por
inspirar, por espirar, por lo que fuera.
Así me siento ahora. Intento recordar cómo
respirar, no puedo hablar y estoy completamente aturdida, mientras el nombre me
rebota en las paredes del cráneo. Alguien me coge del brazo, un chico de la
Veta, y creo que quizá haya empezado a caerme y él me haya sujetado.
Tiene que haber un error, esto no puede estar
pasando. ¡Prim sólo tenía un boleto entre miles! Sus posibilidades de salir
elegida eran tan remotas que ni siquiera me había molestado en preocuparme por
ella. ¿Acaso no había hecho todo lo posible? ¿No había cogido yo las teselas y
le había impedido hacer lo mismo? Una sola papeleta, una entre miles. La suerte
estaba de su parte, del todo, pero no había servido de nada.
En algún punto lejano, oigo a la multitud
murmurar con tristeza, como hace siempre que sale elegido un chico de doce
años; a nadie le parece justo. Entonces la Entonces la veo, con la cara pálida,
dando pasitos hacia el escenario, pasando a mi lado, y veo que la blusa se le
ha vuelto a salir de la falda por detrás. Es ese detalle, la blusa que forma
una colita de pato, lo que me hace volver a la realidad.
--¡Prim! --El grito estrangulado me sale de la garganta y los
músculos vuelven a reaccionar--. ¡Prim!
No me hace falta apartar a la gente, porque
los otros chicos me abren paso de inmediato y crean un pasillo directo al
escenario. Llego a ella justo cuando está a punto de subir los escalones y la
empujo detrás de mí.
--¡Me presento voluntaria! --grito, con voz ahogada--. ¡Me
presento voluntaria como tributo!
Sonrió tímidamente, ya había dicho antes que lo haría. Gale se
aclara la garganta antes de seguir porque se le había quebrado la voz.
En el escenario se produce una pequeña
conmoción. El Distrito 12 no envía voluntarios desde hace décadas, y el
protocolo está un poco oxidado. La regla es que, cuando se saca el nombre de un
tributo de la bola, otro chico en edad elegible, si se trata de un chico, u otra
chica, si se trata de una chica, puede ofrecerse a ocupar su lugar. En algunos
distritos en los que ganar la cosecha se considera un gran honor y la gente
está deseando arriesgar la vida, presentarse voluntario es complicado. Sin
embargo, en el Distrito 12, donde la palabra tributo y la palabra cadáver
son prácticamente sinónimas, los voluntarios han desaparecido casi por completo.
--¡Espléndido! --exclama Effie Trinket--. Pero creo que
queda el pequeño detalle de presentar a la ganadora de la cosecha y después
pedir voluntarios, y, si aparece uno, entonces... --deja la frase en el
aire, insegura.
--¿Qué más da? --interviene el alcalde. Está mirándome con
expresión de dolor. Aunque, en realidad, no me conoce, hay un pequeño punto de
contacto: soy la chica que le lleva las fresas; la chica con la que puede que
su hija haya hablado alguna que otra vez; la chica que, hace cinco años,
abrazada a su madre y a su hermana pequeña, recibió de sus manos la medalla al
valor. Una medalla por su padre, vaporizado en las minas. ¿Se acordará?--.
¿Qué más da? --repite, en tono brusco--. Deja que suba.
Prim está gritando como una histérica detrás
de mí, me rodea con sus delgados bracitos como si fuese un torno.
--¡No, Katniss! ¡No! ¡No puedes ir!
--Prim, suéltame --digo con dureza, porque la situación me altera
y no quiero llorar. Cuando emitan la repetición de la cosecha esta noche, todos
tomarán nota de mis lágrimas y me marcarán como un objetivo fácil. Una
enclenque. No les daré esa satisfacción--. ¡Suéltame!
Noto que alguien tira de ella por detrás, así
que me vuelvo y veo a Gale, que levanta a Prim del suelo, mientras ella
forcejea en el aire.
--Arriba, Catnip --me dice, intentando que no le falle la voz;
después se lleva a Prim con mi madre. Yo me armo de valor y subo los escalones.
--¡Bueno, bravo! --exclama Effie Trinket, llena de entusiasmo--.
¡Éste es el espíritu de los Juegos! --Está encantada de ver por fin un
poco de acción en su distrito--. ¿Cómo te llamas?
--Katniss Everdeen --respondo, después de tragar saliva.
--Me apuesto los calcetines a que era tu hermana. No querías que te
robase la gloria,
Haynitch y yo fulminamos el libro con la mirada. Aunque por cosas
muy diferentes.
-Ser tributo no es sinónimo de gloria- susurra cabreado.
¿verdad? ¡Vamos a darle un gran aplauso a
nuestro último tributo! --canturrea Effie Trinket.
La gente del Distrito 12 siempre podrá
sentirse orgullosa de su reacción: nadie aplaude, ni siquiera los que llevan
las papeletas de las apuestas, a los que ya no les importa nada. Seguramente es
porque me conocen del Quemador o porque conocían a mi padre, o porque han
hablado con Prim y a ella es inevitable quererla. Así que, en vez de un aplauso
de reconocimiento, me quedo donde estoy, sin moverme, mientras ellos expresan
su desacuerdo de la forma más valiente que saben: el silencio. Un silencio que
significa que no estamos de acuerdo, que no lo aprobamos, que todo esto está
mal.
Entonces pasa algo inesperado; al menos, yo no lo espero,
porque no creo que el Distrito 12 sea un lugar que se preocupe por mí. Sin
embargo, algo ha cambiado desde que subí al escenario para ocupar el lugar de
Prim, y ahora parece que me he convertido en alguien amado. Primero una
persona, después otra y, al final, casi todos los que se encuentran en la
multitud se llevan los tres dedos centrales de la mano izquierda a los labios y
después me señalan con ellos. Es un gesto antiguo (y rara vez usado) de nuestro
distrito que a veces se ve en los funerales; es un gesto de dar gracias, de
admiración, de despedida a un ser querido.
Ahora sí corro el peligro de llorar, pero, por suerte,
Haymitch escoge este preciso momento para acercarse dando traspiés por el
escenario y felicitarme.
--¡Miradla, miradla bien! --brama, pasándome un brazo sobre los
hombros. Tiene una fuerza sorprendente para estar tan hecho pedazos--.
¡Me gusta! --El aliento le huele a licor y
hace bastante tiempo que no se baña--. Mucho... --No le sale la
palabra durante un rato--. ¡Coraje! --exclama, triunfal--.
¡Más que vosotros! --Me suelta y se dirige a la parte delantera del
escenario--. ¡Más que vosotros! --grita, señalando directamente a
la cámara.
¿Se refiere a la audiencia o está tan
borracho que es capaz de meterse con el Capitolio? Nunca lo sabré, porque,
justo cuando abre la boca para seguir, Haymitch se cae del escenario y pierde
la conciencia.
Es un asco de hombre,
pero me siento agradecida porque, con todas
las cámaras fijas en
él, tengo el tiempo suficiente para dejar escapar el ruidito ahogado que me
bloquea la garganta y recuperarme. Pongo las manos detrás de la espalda y miro
hacia adelante. Veo las colinas que escalé esta mañana con Gale y, por un
momento, añoro algo..., la idea de irnos del distrito..., de vivir en los bosques.
Sin embargo sé que hice lo correcto al no huir, porque ¿quién si no se habría
presentado voluntario en lugar de Prim?
A Haymitch se lo llevan en una camilla y Effie Trinket
intenta volver a poner el espectáculo en marcha.
--¡Qué día tan emocionante! --exclama, mientras manosea su peluca
para ponerla en su sitio, ya que se ha torcido notablemente hacia la derecha--.
¡Pero todavía queda más emoción! ¡Ha llegado el momento de elegir a nuestro
tributo masculino! --Con la clara intención de contener la precaria
situación de su pelo, avanza hacia la bola de los chicos con una mano en la
cabeza; después coge la primera papeleta que se encuentra, vuelve rápidamente
al podio y yo ni siquiera tengo tiempo para desear que no lea el nombre de Gale--.
Peeta Mellark.
Le
miro pensando <<No, no, no>>. El esta en Shock y cundo se recupera
empieza a toser sonoramente.
-Respira-
le digo empezándome a preocupar. Gale sigue leyendo.
¡Peeta Mellark!
«Oh, no --pienso--. Él no.»
Me
miró sorprendido y yo solamente aparte la mirada.
Porque reconozco su nombre, aunque nunca he hablado
directamente con él. Peeta Mellark.
No, sin duda hoy la suerte no está de mi parte.
Lo observo avanzar hacia el escenario; altura media, bajo
y fornido, cabello rubio
ceniza que le cae
en ondas sobre la frente. En la cara se le nota la conmoción del momento, se ve
que lucha por guardarse sus emociones, pero en sus ojos azules constato la alarma que tan a menudo encuentro en mis presas. De todos
modos, sube con paso firme al escenario y ocupa su lugar.
Effie Trinket pide voluntarios; nadie da un paso
adelante. Sé que tiene dos hermanos mayores, los he visto en la panadería,
aunque seguramente a uno se le haya pasado la edad para ofrecerse voluntario, y
el otro no lo hará. Es lo normal. El amor fraternal tiene sus límites para casi
todo el mundo en el día de la cosecha. Lo que he hecho yo es algo radical.
-Y tanto- dijo Haynitch.
-Ya te digo- esta vez fue Peeta.
-¿A ti no te afecta esto? Ha salido tu
nombre.
-Morir no es lo que me importa. Y tu tampoco
deberías preocuparte, hay otros tres libros y no creo que los tres sean de los
juegos así que ya que están narrados por ti serás la vencedora- no respondo y
hago señas a Gale para que siga leyendo.
El alcalde empieza a leer el largo y aburrido Tratado de
la Traición, como hace todos los años en este momento (es obligatorio), pero no
escucho ni una palabra.
«¿Por qué él?», pienso. Después intento convencerme de
que no importa, de que Peeta Mellark y yo no somos amigos, ni siquiera somos
vecinos y nunca hablamos. Nuestra única interacción real sucedió hace muchos
años, y seguro que él ya la ha olvidado; sin embargo, yo no, y sé que nunca lo
haré.
Fue durante la peor época posible. Mi padre había muerto
en un accidente minero hacía tres meses, en el enero más frío que se recordaba.
Ya había pasado el entumecimiento causado por la pérdida, y el dolor me atacaba
de repente, hacía que me doblase y que los sollozos me estremeciesen. «¿Dónde
estás? --gritaba una voz en mi interior--. ¿Adónde has ido?» Por
supuesto, nunca recibí respuesta.
Peeta me miraba con lastima, y eso es algo que no soporto, que la
gente me tenga lastima.
-No me mires así- le dije fría-, no necesito la lastima de nadie.
Bajo la mirada y no la subió en un rato.
Yo estaba aterrada. Aunque ahora supongo que
mi madre se había encerrado en una especie de oscuro mundo de tristeza, en
aquel momento sólo sabía que había perdido a un padre y a una madre. A los once
años, con una hermana de siete, me convertí en la cabeza de familia; no había
alternativa. Compraba comida en el mercado, la cocinaba como podía, e intentaba
que Prim y yo estuviésemos presentables porque, si se hacía público que mi
madre ya no podía cuidarnos, nos habrían enviado al orfanato de la comunidad.
Había crecido viendo a aquellos chicos en el colegio: la tristeza, las marcas
de bofetadas en la cara, la desesperación que les hundía los hombros. No podía
dejar que le pasara a Prim, a la dulce y diminuta Prim, que lloraba cuando yo
lloraba sin tan siquiera saber la razón, que cepillaba y trenzaba el cabello de
mi madre antes de irnos al colegio, que seguía limpiando el espejo de afeitarse
de mi padre todas las noches porque odiaba la capa de polvo de carbón que siempre
cubría la Veta. El orfanato la habría aplastado como a un gusano, así que
mantuve en secreto nuestras dificultades.
Al final, el dinero voló y empezamos a
morirnos de hambre
poco a poco. No hay otra forma de describirlo. No dejaba de decirme que todo
iría bien si podía aguantar hasta mayo, sólo hasta el ocho de mayo, porque
entonces cumpliría doce años, y podría pedir las teselas y conseguir aquella
valiosa cantidad de cereales y aceite que serviría para alimentarnos. El
problema era que quedaban varias semanas y cabía la posibilidad de que no llegáramos
vivas.
Morirse de hambre no era algo infrecuente en el Distrito
12. ¿Quién no ha visto a las víctimas? Ancianos que no pueden trabajar; niños
de una familia con demasiadas bocas que alimentar; los heridos en las minas.
Todos se arrastran por las calles y, un día, te encuentras con uno de ellos
sentado en el suelo con la espalda apoyada en la pared o tirado en la Pradera,
u oyes gemidos en una casa y los agentes de la paz acuden a llevarse el
cadáver. El hambre nunca es la causa oficial de la muerte: siempre se trata de
pulmonía, congelación o neumonía, pero eso no engaña a nadie.
La tarde de mi encuentro con Peeta Mellark, la lluvia
caía en implacables mantas de agua helada.
-¿Te
refieres a lo del pan? ¿Aun te acuerdas de eso?
-Dudo
que algún día pueda olvidarlo. Por cierto. Gracias, nunca tuve oportunidad de
decírtelo.
-No
hay problema.
Había estado en la ciudad intentando cambiar algunas
ropas viejas de bebé de Prim en el mercado público, sin mucho éxito. Aunque
había ido varias veces al Quemador con mi padre, me asustaba demasiado
aventurarme sola en aquel lugar duro y mugriento. La lluvia había empapado la
chaqueta de cazador de mi padre que llevaba puesta, y yo estaba muerta de frío.
Llevábamos tres días comiendo agua hervida con algunas hojas de menta seca que
había encontrado en el fondo de un armario; cuando cerró el mercado, temblaba
tanto que se me cayó la ropa de bebé en un charco lleno de barro, pero no la
recogí porque temía que, si me agachaba, no podría volver a levantarme. Además,
nadie quería la ropa.
No podía volver a casa; allí estaban mi madre, con sus
ojos sin vida, y mi hermana pequeña, con sus mejillas huecas y sus labios
cuarteados. No podía entrar sin esperanza alguna en aquella habitación llena de
humo por culpa de las ramas húmedas que había cogido al borde del bosque cuando
se nos acabó el carbón para la chimenea.
Me encontré dando tumbos por una calle
embarrada, detrás de las tiendas
que servían a la gente más acomodada de la ciudad. Los comerciantes vivían
sobre sus negocios, así que, básicamente, estaba en sus patios. Recuerdo las siluetas
de los arriates sin plantar que esperaban al verano, de las cabras en un
establo, de un perro empapado atado a un poste, hundido y derrotado en el lodo.
En el Distrito 12 están prohibidos todos los tipos de
robo, que se castigan con la muerte. A pesar de eso, se me pasó por la cabeza
que quizás encontrara algo en los cubos de basura, ya que para esos había vía
libre. Puede que un hueso en la carnicería o verduras podridas en la verdulería,
algo que nadie salvo mi desesperada familia estuviese dispuesto a comer. Por
desgracia, acababan de vaciar los cubos.
Cuando pasé junto a la panadería, el olor a pan recién
hecho era tan intenso que me mareé. Los hornos estaban en la parte de atrás y
de la puerta abierta de la cocina surgía un resplandor dorado. Me quedé allí,
hipnotizada por el calor y el exquisito olor, hasta que la lluvia interfirió y
me metió sus dedos helados por la espalda, obligándome a volver a la realidad.
Levanté la tapa del cubo de basura de la panadería, y lo encontré completa e inhumanamente
vacío.
De repente, alguien empezó a gritarme y, al
levantar la cabeza, vi a la mujer del panadero diciéndome que me largara, que
si quería que llamase a los agentes de la paz y que estaba harta de que los
mocosos de la Veta escarbaran en su basura. Las palabras eran feas y yo no
tenía defensa. Mientras ponía con cuidado la tapa en su sitio y retrocedía, lo
vi: un chico de pelo rubio asomándose por detrás de su madre. Lo había visto en
el colegio, estaba en mi curso, aunque no sabía su nombre. Se juntaba con los
chicos de la ciudad, así que ¿cómo iba a saberlo? Su madre entró en la
panadería, gruñendo, pero él tuvo que haber estado observando cómo me alejaba
por detrás de la pocilga en la que tenían su cerdo y cómo me apoyaba en el otro
lado de un viejo manzano. Por fin me daba
cuenta de que no tenía nada que llevar a casa. Me cedieron las rodillas y me
dejé caer por el tronco del árbol hasta dar con las raíces. Era demasiado,
estaba demasiado enferma, débil y cansada, muy cansada.
«Que llamen a los agentes de la paz y nos
lleven al orfanato --pensé--. O, mejor todavía, que me muera aquí
mismo, bajo la lluvia.»
Oí un estrépito en la panadería, los gritos
de la mujer de nuevo y el sonido de un golpe, y me pregunté vagamente qué
estaría pasando. Unos pies se arrastraban por el lodo hacia mí y pensé: «Es
ella, ha venido a echarme con un palo».
Pero no era ella, era el chico, y en los
brazos llevaba dos enormes panes que debían de haberse caído al fuego, porque
la corteza estaba ennegrecida.
Su madre le chillaba: «¡Dáselo al cerdo, crío
estúpido! ¿Por qué no? ¡Ninguna persona decente va a comprarme el pan
quemado!».
El chico empezó a arrancar las partes
quemadas y a tirarlas al comedero; entonces sonó la campanilla de la puerta de
la tienda y su madre desapareció en el interior, para atender al cliente.
El chico ni siquiera me miró, aunque yo sí lo
miraba a él, por el pan y por el verdugón rojo que le habían dejado en la
mejilla. ¿Con qué lo habría golpeado su madre? Mis padres nunca nos pegaban, ni
siquiera podía imaginármelo. El chico le echó un vistazo a la panadería, como para
comprobar si había moros en la costa, y después, de nuevo atento al cerdo, tiró
uno de los panes en mi dirección. El segundo lo siguió poco después y, acto seguido, el muchacho volvió
a la panadería arrastrando los pies y cerró la puerta con fuerza.
Me quedé mirando el pan sin poder creérmelo.
Eran panes buenos, perfectos en realidad, salvo por las zonas quemadas. ¿Quería
que me los llevase yo? Seguro, porque los tenía a mis pies. Antes de que nadie
pudiese ver lo que había pasado, me metí los panes debajo de la camisa, me tapé
bien con la chaqueta de cazador y me alejé corriendo. Aunque el calor del pan
me quemaba la piel, los agarré con más fuerza, aferrándome a la vida.
Cuando llegué a casa, las hogazas se habían
enfriado un poco, pero por dentro seguían calentitas. Las solté en la mesa y
las manos de Prim se apresuraron a coger un trozo; sin embargo, la hice
sentarse, obligué a mi madre a unirse a nosotras en la mesa y serví unas tazas
de té caliente. Raspé la parte quemada del pan y lo corté en rebanadas. Nos
comimos uno entero, rebanada a rebanada; era un pan bueno y sustancioso, con
pasas y nueces.
Puse mi ropa a secar junto a la chimenea, me
metí en la cama y disfruté de una noche sin sueños. Hasta el día siguiente no se
me ocurrió la posibilidad de que el chico quemara el pan a propósito. Quizá
hubiera soltado las hogazas en las llamas, sabiendo que lo castigarían, para
poder dármelas. Sin embargo, lo descarté, seguro que se trataba de un
accidente. ¿Por qué iba a hacerlo? Ni siquiera me conocía. En cualquier caso,
el simple gesto de tirarme el pan fue un acto de enorme de amabilidad con el
que se habría ganado una paliza de haber sido descubierto. No podía explicarme
sus motivos.
-Si tire los panes a propósito.
-¿Por qué?
-No le busques explicación.
Comimos pan para desayunar y fuimos al
colegio. Fue como si la primavera hubiese llegado de la noche a la mañana: el
aire era dulce y cálido, y había nubes esponjosas. En clase, pasé junto al
chico por el pasillo, y vi que se le había hinchado la mejilla y tenía el ojo
morado. Estaba con sus amigos y no me hizo caso, pero cuando recogí a Prim para
volver a casa por la tarde, lo descubrí mirándome desde el otro lado del patio.
Nuestras miradas se cruzaron durante un segundo; después, él volvió la cabeza.
Yo bajé la vista, avergonzada, y entonces lo vi: el primer diente de león del
año. Se me encendió una bombilla en la cabeza, pensé en las horas pasadas en
los bosques con mi padre y supe cómo íbamos a sobrevivir.
Hasta el día de hoy, no he sido capaz de
romper la conexión entre este chico, Peeta Mellark, el pan que me dio esperanza
y el diente de león que me recordó que no estaba condenada. Más de una vez me
he vuelto en el pasillo del colegio y me he encontrado con sus ojos clavados en
mí, aunque él siempre aparta la vista rápidamente. Siento como si le debiese
algo, y odio deberle cosas a la gente. Quizá debería haberle dado las gracias
en algún momento, porque así me sentiría menos confusa. Lo pensé un par de
veces, pero nunca parecía ser el momento oportuno, y ya nunca lo será, porque
nos van a lanzar a un campo de batalla en el que tendremos que luchar a muerte.
¿Cómo voy a darle las gracias allí? La verdad es que no sonaría sincero,
teniendo en cuenta que estaré intentando cortarle el cuello.
El alcalde termina de leer el lúgubre Tratado
de la Traición, y nos indica a Peeta y a mí que nos demos la mano. La suya es
consistente y cálida, igual que aquellas hogazas de pan. Me mira a los ojos y
me aprieta la mano, como para darme ánimos, aunque quizá no sea más que un
espasmo nervioso.
Nos volvemos para mirar a la multitud,
mientras suena el himno de Panem.
«En fin --pienso--. Hay
veinticuatro chicos, sería mala suerte que tuviese que matarlo yo.»
-Ah, muchas gracias- dijo irónico.
Aunque, últimamente, no hay quien se fíe de
la suerte.
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